Siempre tuve Vancouver entre mis futuribles para trabajar y,
tal vez, para vivir. Una ciudad con buena producción audiovisual, y grandes
trabas para obtener el work permit, según me informé. Ni siquiera lo intenté,
ya había decidido regresar a España, estaba aquí solo de paso. De cotilleo.
Parece ser la ciudad más cara de Canadá para los residentes.
Al menos la pasta está bien invertida, se respira calidad de vida por las
cuatro esquinas. Menos para los indigentes que abarrotan las calles, ellos no
deben verlo tan claro.
Lo mejor que se puede hacer aquí es subirse a una bici y
recorrer la periferia de la península que compone el downtown. Dar la vuelta al
Stanley Park, llegar a la isla de Granville, y seguir pedaleando hasta las
playas y parques del exterior. Genial. Desde la bici esta ciudad es magnífica.
Las montañas aún conservaban nieve en los picos a principios de junio, y cuando
sale el sol se llena de vida con la gente que sale a pasear, a patinar, a leer
tumbados en el césped, a sentarse en las terrazas.
Pero a pesar de este infrecuente sol me sigue dando la
impresión de ciudad fría. Serán sus altos edificios acristalados. Serán el
silencio y la tranquilidad. Será la limpieza del aire. Será la sensación de
otra ciudad grande donde nadie conoce a nadie y miles de personas viven juntas
en un mismo espacio pero en líneas de tiempo paralelas, sin saber ni importarle
quien es el tío que ronca en la litera de arriba.
Será que estoy ya de final.