Otra vez en equipo

Mi amiga Ruth se vino en las vacaciones de Semana Santa. Se cruzó el mundo para pasar ocho días en New Zealand. Y volvió a España otra vez, otros cuatro vuelos, otras 36 horas metida en un avión. Cuando se lo conté a mi amigo Sergio en Auckland –el día que ella se fue- el diámetro que adquirieron sus ojos habló más alto que cualquier expresión verbal. Pero como ella dice, ¿si no cuándo voy a ir?


Kaikoura Península


Mi plan inicial era ir al Monte Cook y subir por la costa oeste, pero el pronóstico del tiempo para esa zona era pésimo, así que cambio de planes y vuelta a Kaikoura, donde lucía el sol y pudimos cambiarnos a pantalón corto y camiseta.
Hicimos la ruta de la península, un excelente paseo aéreo con unas vistas sensacionales, y vuelta por abajo, con el premio de las focas tumbadas al sol en las rocas del camino. Una estaba literalmente en todo el medio, había que salirse del trazado para sortearla, pero antes nos quedamos un rato disfrutando de su presencia, hasta que se tiró tres pedos seguidos y soltó una masa rosada por el culo que empezó a apestar inmediatamente. Entonces seguimos marcha. Y vimos más focas, muchas más. El atardecer reflejado en la bahía fue otro de esos momentos que se te quedan en la retina como las imágenes que no olvidarás jamás de este país.


Queen Charlotte Track

 

Llegamos a los Marlborough Sounds con parada previa en la carretera para ver más focas con sus cachorros, y también algunos delfines. En el i-site de Picton nos buscaron el único alojamiento, que dio la casualidad de estar exactamente en Portage, el mismo lugar donde me recogió Don en su barco tres meses antes para llevarme a su casa en la isla en el fiordo, y el mismo lugar donde pasé tres horas haciendo autostop esperando a que alguien me recogiera para llevarme a Nelson. Muchos recuerdo, muy intensos. Seguramente los mejores que tengo de este viaje.
 
Hicimos un trocito de la Queen Charlotte Track esa misma tarde. Ruta en la que hay que pagar por atravesar terrenos privados. 12 dólares por barba y tienes barra libre durante cuatro días, puedes ir donde quieras, o 6 dólares para un solo día y una sola zona. Una vergüenza en mi opinión. Ponerle puertas al monte y cobrar por disfrutar la naturaleza, que es de todos. No nos cruzamos ni tres gatos en dos días, y mucho menos un guarda que nos pidiese el pase.

Es una ruta que viaja por lo alto de las montañas entre los fiordos. Suena a triunfada total, pero ese sector en concreto desde Portage iba tan metido en la vegetación que no se veía nada alrededor. Y cuando por fin se vio algo allí apareció mi isla, con su casa de tejado verde, aquel al que una vez estuve subido para desatascar los canalones. Demasiados recuerdos. Dice Sabina que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Me sentí muy extraño. Este era mi lugar preferido de toda Nueva Zelanda, y quería compartirlo con Ruth. Pero aquel trocito, aquella isla, es solo mío. Fue mi primer autostop, fue una semana de mucha soledad proveniente de mi primera Navidad a solas, y no es compartible. No puede serlo, porque tiene demasiada historia.
Nuestro backpackers era en realidad una casa de dos habitaciones, con salón y cocina, y era genial. La primera noche había una chica suiza de no más de veinte años, que estaba viajando sola por Nueva Zelanda durante unos meses. Si es que en España somos retrasados. Retrasados y tercermundistas. Los alemanes y los franceses tienen working holiday visas ilimitadas, todo el que se quiera pirar un año de viaje y trabajar a la vez sencillamente tiene que solicitarlo y se lo dan. En España tenemos 200. Doscientas working holiday visa al año, en un país de 47 millones de tíos. Y nos extraña estar pidiendo dinero a Alemania para pagar las pensiones. Hay que escuchar hablar inglés a los holandeses, los noruegos, suecos, checos, alemanes. Somos paletos. Mentira. Nos hacen paletos. Paletos y borregos. Fáciles de pastorear.

Al día siguiente hicimos otro tramo de la Queen Charlotte, el que empieza en el Kenepuru Saddle, y esta vez sí fue una triunfada. Las vistas desde el mirador Eatwells son increíbles. A un lado el fiordo color azul marino por el que entra el ferry desde Wellington. Al otro el Kenepuru, de color cyan. Maravilla. Volvimos al coche con ganas de más, así que bajamos por el otro lado, atravesando jungla y terminando en una cala preciosa con un chiringuito en el que trabajaba una española, pero el kiwi que nos lo contó hablaba tan fatal que no le entendimos donde estaba ese día.
Esta vez eran unos australianos nuestros compis de piso. Un matrimonio de Perth que nos habló de los tiburones blancos de su país, bichos de 6 metros -¡¡6 metros!!- de largo y dos de circunferencia. Ojito. Little eye. Las focas son un snack para ellos y los surfistas un primer plato. Los australianos ya no estaban cuando nos levantamos por la mañana, toda la casita a nuestra disposición para disfrutar de un desayuno de lujo en un paraje brutal. Sigue siendo mi lugar preferido de Nueva Zelanda, del que nos despedimos visitando varias calitas tranquilísimas e incluso bañándonos en la última.