Cada vez que me corregían yo lo repetía inmediatamente y me
sonaba exacto a su pronunciación, y sin embargo me volvían a corregir, una y
otra vez. Mi oído no escucha la diferencia. No tengo esa frecuencia registrada
en mi sistema auditivo. No existe. Tal vez con 20 años tengas capacidad para
modificar tu cerebro, pero a mí se me ha pasado el arroz, seguro. Poco a
poco voy entendiendo automáticamente sin pasar por el español, es como el
crecimiento de un niño, o del pelo, imperceptible a la vista hasta que lo
comparas en el tiempo. Mis aspiraciones ahora deben centrarse en hablar con
fluidez, sin traducción previa al castellano en la cabeza, practicar y practicar
hasta que llegue ese mágico día en que el cerebro hace click y estás hablando
en inglés.
Fue un buen último día de 2012, risas y buenos ratos, hasta
que todo el mundo tuvo que irse a sus cenas con su gente, y a las 6 de la tarde
me encontré solo de repente. No es nada nuevo, es lo que tiene viajar solo y no
quedarse en ningún sitio. A mí personalmente me seduce, es una terapia brutal
de autoconocimiento y subsistencia, pero muchas veces necesitas unas palabras,
un amigo, incluso un abrazo. Y esta tarde me ha pegado como un puñetazo.
Hacía un clima primaveral, y me fui a pasear por el puerto.
Los yates estaban llenos de gente brindando y las terrazas repletas de gente,
grupos de amigos entre cervezas. Supongo que por mucho que te desmarques de la
Navidad no te puedes abstraer del todo, y esta tarde me entró una bocanada de
nostalgia como no me ha pasado en estos dos meses que llevo de viaje. De
repente necesitaba a mi gente, necesitaba encontrarme rodeado de confianza, de
risas fáciles, del mismo chiste de toda la vida contado por el mismo colega de
siempre. De un abrazo, de cariño, del sentimiento de pertenecer a una comunidad
y estar despidiendo el año en compañía.
Me senté en los escalones del puerto, mi lugar favorito de
Auckland, con el sol a la espalda, y esperé. Esperé mirando al skyline, sabedor
de que poco a poco volvería ese gusanillo que me mueve cada día, esperé a
recuperar la dulce sensación de estar en verano en Navidad, en manga corta el
31 de diciembre, de día a las 8 de la tarde, en el hemisferio sur, en Nueva
Zelanda, haciendo realidad un sueño. Funcionó, pero aún así decidí pasarme por
el súper y comprar unas latas de cerveza, para disipar cualquier espectro de
rémora nostálgica.
Me aticé una mientras cocinaba mi arrocito con atún y en la
cena me acoplé a la primera alma solitaria que encontré en una mesa. Dio la
casualidad que era argentino, y en seguida llegó también un colombiano, y ambos
recibieron una cerveza invitación del gallego, y pasamos la cena de Nochevieja
entre “boludos” y “pelotudos” y con alguna latita más todo recuperó su forma y
su color.
Con el último bote en la mano salí a la calle a ver el ambiente y los famosos fuegos artificiales. No había andado ni dos pasos cuando un policía me invitó muy amablemente a vaciar la cerveza en una papelera, y seguir marcha alegremente. Mi objetivo eran los escalones del puerto, claro, que estaban abarrotados, pero me hice un huequito entre varios chinos y allí me quedé a admirar el espectáculo, la imagen que abre el telediario de mediodía en España cada 31 de diciembre.
Ya está aquí el 2013, como siempre lleno de ilusiones y esperanzas, nuevos objetivos que no van a llegar por pasar la hoja del calendario. Habrá que ir a buscarlos.