Sigo apostando al seis

Gill se marchó hace unos días. Nos hemos quedado solos Don y yo, mano a mano, en una convivencia más agradable cada día. Mientras desayunaba esta mañana él estaba ahí al lado con su ordenador, a sus cosas. Apenas hemos cruzado unos pocos comentarios. Después, un pequeño descanso a media mañana para tomar un té nos ha llevado a hora y media de conversación trascendental. Así funcionamos. Los silencios empiezan a ser cómodos también, algo tan difícil de conseguir, y los diálogos fluyen con facilidad.

Aparte de esto mi trabajo es físico pero no muy duro, las comidas sensacionales y dispongo de más tiempo libre y más ganas de aprovecharlo que en ningún otro lugar de los que he estado. Hay un equilibrio de socialización e independencia perfectos, y si a algo le puedo poner un pero es al no tener un rival de categoría para jugar al ping-pong y al billar, ya que Don tiene una cadera de metal y no puede hacer esos esfuerzos.
Aquí me encuentro feliz, francamente feliz. Entonces, ¿por qué me marcho?


A mi modo de ver hay tres factores necesarios para viajar. El primero es el tiempo. Una vez tomada la decisión de emprender esta aventura directamente lo elimino de la ecuación. No tengo prisa por nada. Cuando quiera irme a otro sitio, me iré. Cuando quiera volver a España, volveré.

El segundo es el dinero. El mayor de los males endémicos de la sociedad. Más nocivo que el tabaco. Más dañino que el veneno. Corruptor de almas nobles, de ideales, de ilusiones. La eterna lucha por ganar más dinero como clave del éxito, como vía hacia la felicidad.
Para mí el dinero sólo representa libertad. Por fortuna personal o por la educación que recibí no tengo ambiciones materiales, no quiero un coche mejor ni un móvil de última generación, pero lo que sí quiero es ser independiente, poder hacer lo que quiera y cuando quiera, y si decido dejar todo de lado y largarme a cavar zanjas en una isla del Pacífico quiero poder hacerlo sin la rémora económica. No tengo mucho, pero sí lo suficiente para vivir como vivo. En dos meses en Nueva Zelanda he gastado menos de 1000 euros, casi todo en billetes de autobús y backpackers. Trabajo por comida y alojamiento la mitad del tiempo, y la otra mitad me toca mirar cómo otros hacen esquí acuático desde mi pequeño kayak, y remar después contra el viento para volver a casa. Pero me encanta. Por supuesto que me gustaría ponerme los esquís, y subirme a un helicóptero a ver el glaciar Franz Joseph, pero esos excesos me supondrían diez noches de alojamiento.

El tercer factor son las ganas. Sin duda el más importante. Es como la salud. Sin salud no hay nada y sin ganas de viajar y de hacer las cosas tampoco. Me marcho de esta casa porque el mundo me llama. Siempre lo ha hecho y yo siempre he escuchado. Ahora estoy en la Isla Sur y no puedo dejar de pensar en la ruta Abel Tasman, en los glaciares del oeste, en los Alpes, en el Milford Track. Me hablan, me gritan, me requieren. Y yo acudo. Sencillamente no puedo no hacerlo.

Un viaje de esta índole es como la gota que cae del techo de la cueva, creando la estalactita a la vez que genera un agujero en el suelo. Esta lamentable metáfora significa que hay una doble erosión. Por un lado voy conformando mi personalidad según acumulo experiencias, me hago más fuerte y maduro, menos vulnerable a las adversidades y más seguro de mí mismo, de mis objetivos y ambiciones. Por otro lado hay un inevitable desgaste, principalmente mental. Un desgaste generado por el nomadismo, por no deshacer nunca la maleta, por comer arroz hervido cuatro días seguidos, por la infranqueable barrera del idioma. Por hacer amigos a los que empiezas a coger cariño cuando te despides de ellos, tal vez para siempre.
Este es mi día a día. No todo son aguas cristalinas, calas solitarias y pajaritos cantando al amanecer. Mucha gente me ha dicho que envidia mi viaje. No creo que sea verdad. Esto está al alcance de todo el mundo. Aquí están Don y su casa en la isla en el fiordo, para todo el que quiera venir. Solo hay que tener ganas, querer hacerlo, y después, tal vez, un par de huevos.