Golden Bay


Teníamos que elegir entre mar o montaña. Monte Cook, símbolo de Nueva Zelanda, o Golden Bay, la bahía dorada. Difícil elección, pero el tiempo en las montañas es imprevisible y en la costa todavía era verano. A la playa.
La primera noche la pasamos en Kaiteriteri, a las puertas del Abel Tasman Track, y el desayuno en la playa a la mañana siguiente fue de esos momentos que saboreas solo cuando ya has viajado lo suficiente para darte cuenta de que viajar no significa poner más chinchetas en un mapa sino disfrutar los momentos y, sobre todo, vivir experiencias. 
Llenamos una mesita de la playa con nuestras vituallas del súper y nos dedicamos a contemplar a los activos turistas que tomaban water taxis o esquiaban sobre el agua. Placer absoluto. Dos horas después nos fuimos a las Waikoropupu Springs, que se jactan de ser los manantiales de agua más pura y clara del mundo. Hasta hace unos años se podía bucear en ellos, pero la incontenible masa de turistas empezó a amenazar la seguridad del ecosistema, y se acabó el buceo. 


Dejamos las playas de Takaka para el día siguiente y enfilamos hacia el punto más septentrional de la isla sur, el pico noroeste y –en ese momento no lo sabía- un top five de Nueva Zelanta, sin lugar a dudas. Los últimos 6 km de carretera de tierra terminan en un parking del que salen varias rutas hacia el mar. La más corta discurre a través de prados de vacas y ovejas, colinas bajas y muchas dunas, hasta la playa de Wharariki. Días después me dijeron que la Lonely Planet la califica como una de las diez mejores del mundo. La bendita ignorancia te hace no generar expectativas, así que la sorpresa fue superlativa. 


La playa es brutal. Primero con las dunas que hay que atravesar para llegar. Luego la cantidad de cuevas que se abren en los peñascos que surgen de la misma playa. La inmensidad y tranquilidad del escenario. Y por último, los bebé foca. Si me dicen que voy a ver alguna vez en mi vida una cosa así no me lo habría creído.

En una charquita de agua de mar creada entre las rocas tras la bajada de la marea había varias crías de foca haciendo acrobacias. Podías acercarte tanto como quisieras, no parecían molestarse por la presencia humana. Tres o cuatro nadaban en el agua dando saltos, jugando y persiguiéndose. Algunas más llegaban corriendo patosamente, lanzándose de morros al agua y haciendo las delicias del personal. A los pocos que estábamos allí alucinando se nos caía la baba con los cachorros. Lo mejor de todo era cuando se ponían a correr para trasladarse a otra zona, trepaban unas cuantas rocas y se lanzaban de nuevo en plancha. Estaban por todas partes, solo crías, ni una sola foca adulta, que debían estar en el mar alimentándose.

La vuelta por el lado largo fue igual de bonita, con la luz del atardecer. Ya se estaba haciendo de noche cuando llegamos al coche, y teníamos que encontrar alojamiento. Hay días en que todo te sale bien, y allí mismo, a la salida del parking, encontramos un backpackers del que fuimos los únicos inquilinos. El mejor y más barato de esta semana de viaje. Ironías. En la cocina compartida con el camping conocimos a Manu, un chaval de Bilbao que estaba trabajando allí de helper, y pensaba quedarse varias semanas una vez explorada la zona. Nos reconocimos sin hablar, nada más vernos, pero aún así cruzamos las primeras cinco palabras en inglés, por si acaso. El acento te delata en cero coma. Cambio al spanish y a cruzar experiencias viajeras.
Con la luna llena fuimos otra vez a la playa. Fue bonito pero no tanto como por el día. Desayuno con Manu, un hasta siempre, ójala coincidamos otra vez por el mundo, y rumbo al cabo Farewell, para llevarnos una última gran impresión de Golden Bay.