La ruta Abel Tasman



Ni para afeitarme tengo tiempo. Llevo una barba de tres semanas que me da miedo incluso a mí.
Tras otra ardua experiencia como autoestopista en la que estuve tres horas de reloj plantado en una carretera sin tráfico, finalmente llegué a Nelson gracias a la solidaridad de un chico de Birmingham y una señora de Seattle que me recogieron pensando que si ellos no lo hacían me pasaría ahí el día entero. Pequeños peajes de los paraísos aislados del mundo.
Pasé un par de días en Nelson, recorriendo la ciudad en bici y ultimando los detalles de la ruta Abel Tasman, una de las clásicas de Nueva Zelanda, una de las que hay que hacer por muy popular y transitada que sea. 
Tiene muchas variantes en cuanto al modo de abordarla. Pueden hacerse completos los 55 km lineales en 3 o 5 días, o pueden elegirse solo algunos sectores y llegar a los diferentes puntos en un watertaxi. Puede hacerse algún tramo en kayak y contemplar el paisaje desde el mar, lo cual también da acceso a algunas islitas solitarias, inalcanzables de otro modo. Se puede dormir en las cabañas o llevar tu propia tienda contigo y pasar la noche en alguno de los múltiples campings.
Y lo que se tiene que hacer es ir preparado para el clima, los cambios imprevistos y las adversidades.



La ruta


Como tardé muchísimo en reservar las cabañas me encontré la primera completa, y me tocó caminar etapa doble para empezar. 25 kilómetros con la mochila a tope de comida para cuatro días, pero con la barrita de la energía y la ilusión también llenas para afrontar un camino que ya había conocido –a menor escala- en la isla norte.
Selva y playa. Un dueto que se repite sin pausa. El sendero siempre discurre entre la espesa jungla hasta que de repente desemboca en una playa de arena dorada y agua multicolor. Aunque tenía que desviarme del camino decidí visitar la bahía de Anchorage, final de la primera etapa, un lugar espectacular, con esa inmensa playa de media luna. Cuando te acercas desde la colina el agua parece llenarlo todo, pero ahora que la marea estaba bajando ya era posible atravesar el estuario a pie, ese arenal húmedo e interminable que se forma en la desembocadura de un río y que se llena y se vacía de agua de mar dos veces al día por influjo de la luna. Las mareas. Las dueñas y señoras de la ruta Abel Tasman. Las que cambian los paisajes y los planes.


Esa primera tarde empezó a llover cuando por fin llegaba a mi primera cabaña en Bark Bay. Los refugios no tienen duchas, ni gas, ni electricidad, ni cobertura. Hay agua corriente tanto para lavar como para beber, pero nada más. Colchonetas en habitaciones comunes para catorce personas y cada uno en su saco. Mi avituallamiento en estas condiciones era todo a base de comida seca y deshidratada. Pan, latas de sardinas, chocolate, frutos secos y algunos plátanos.
A la mañana siguiente también estaba lloviendo, así que decidí esperar a la marea baja de la tarde para comenzar a caminar. Pasé la mañana leyendo en la cabaña y, cuando dejaba de llover un rato, explorando la zona. Preciosa, para no variar. 


La vegetación es tan densa que apenas se nota que llueve, las gotas quedan atrapadas entre las palmeras y los árboles y casi no llegan a tocar el suelo. Cuando llegué a las inmediaciones de Awaroa la ligera lluvia se deshizo del apocado adjetivo y empezó a arreciar con fuerza. El río bajaba crecido y el final de la etapa fue el más duro caminando por la arena con el agua por los tobillos, y también el más atractivo y emocionante. 

Desde la playa ya iba viendo a la gente cruzar el inmenso estuario de Awaroa provenientes del norte, hacia la cabaña que compartiríamos esa noche. Este estuario es el único cruce absolutamente imprescindible, el único que no tiene alternativa por el interior. Los demás son meros atajos.
Awaroa es un delta de aproximadamente mil metros que forma el río al unirse con el mar. Incluso con marea baja la gente avanzaba en procesión con el agua por las rodillas, en un desfile de mochileros empapados que yo contemplaba ya desde el porche del refugio, tomando buena nota de lo que me tocaría hacer al día siguiente.

La cabaña estaba hasta arriba. La chimenea no daba abasto para secar las botas, camisetas y calcetines de treinta personas. Un poco de la socialización habitual y a dormir. A pesar de los tapones en los oídos me desperté un par de veces por la noche, y el techo del refugio retumbaba con el chaparrón que estaba cayendo. No paró ni un momento en toda la noche.
La marea baja era a las 7 de la mañana. Una hora antes ya estaba todo el mundo en pie, solo para contemplar lo que el cielo había hecho esa noche con el estuario. Eso no era llover. Alguien había abierto las compuertas de una gigantesca presa allá arriba, y caía tanta agua que no se veía a veinte metros. El río bajaba totalmente desbordado y donde aquella tarde hubo arena ahora solo se veía agua. El guarda del refugio dejó bien claro que allí no iba a cruzar nadie. Él mismo había comprobado el nivel y era imposible, el agua le llegaba por los hombros.
La única solución era salir de allí por mar. Un watertaxi vino a sacar a la gente, pero para llegar hasta él tuvimos que caminar durante veinte minutos por lo que había sido la playa, con el agua por las rodillas, y después esperar una larga hora bajo la lluvia a que subiera la marea y el barco pudiese entrar sin peligro. Prácticamente todo el mundo se volvió a la civilización, tan solo una pareja de alemanes y yo decidimos continuar desde la siguiente bahía.

Según bajábamos del watertaxi cesó la lluvia y nos pusimos en marcha los tres juntos, totalmente solos por una de las rutas más transitadas de Nueva Zelanda. Tal vez sea por sugestión, por no esperar nada de aquel día que había empezado tan negro, por el repentino e inesperado cambio en el tiempo o porque caminábamos solos por el sendero, pero aquel tramo hasta Whariwharangi me pareció el más bonito del trekking. Disfruté mucho de la compañía de los alemanes, de su buen inglés, y después de un poco de soledad cuando ellos continuaron hacia la cabaña mientras yo me desviaba temporalmente hacia el Separation Point. Allí me quedé un rato sumido en mis pensamientos mientras miraba las focas desde lo alto, al menos media docena de ellas tumbadas al sol.

Cuando llegué a la cabaña había también un londinense que se había quedado en el camping a la espera de que escampase, y los cuatro pasamos la tarde charlando, jugando al ajedrez, compartiendo vituallas y después cada uno en su habitación privada, ya que éramos los únicos inquilinos de una cabaña que en teoría no tenía ni una plaza disponible.

Al día siguiente finalizamos juntos el camino hasta el parking de Wainui, donde nos recogería el autobús, punto final de la ruta Abel Tasman, un trekking que ha estado exactamente a la altura de mis expectativas. Una nueva aventura más para contar.