Podía haber cogido un vuelo desde Auckland a la Isla Sur -están
bastante baratos-, pero había visto en los mapas el trayecto del ferry desde
Wellington, cómo entra navegando a través de los fiordos, y eso tenía que verlo,
vivirlo en persona. Me chupé 12 horas de autobús, que dentro del dolor que
suponen no fueron especialmente duras enfrascado como iba en mis pensamientos
sobre mi futuro, siempre a corto plazo.
Y a la mañana siguiente el ferry fue alejándose de la bahía
de Wellington en una magnífica mañana soleada y adentrándose en los fiordos de
Marlborough. Me pasé todo el trayecto en la cubierta exterior, recreándome en
lo que veía, apenas capaz de cerrar la boca ante el espectáculo que se abría ante mí. Al otro lado de esas montañas iba a vivir durante la siguiente
semana.
La casa en la que estoy trabajando está en una isla en mitad
de un fiordo, tan aislada que solo se puede llegar en barco privado. Para acceder
a ese barco hay que pagar un watertaxi y después un autobús que sube y baja la
montaña entre los fiordos, o 50 km de carretera, pero no hay ningún autobús que los cubra. Demasiado gasto para mí, así que decidí tirar por la
calle del medio. Me curré un cartelito con lápiz y papel con mi destino, y me
planté en medio de la carretera con el pulgar extendido. La primera media hora
fue desalentadora, unos 40 coches pasaron sin detenerse, incluso alguno me
saludaba el muy cachondo. Pero poniéndome en su lugar, si yo veo a un moro
gafotas con greñas de dos meses y barba de seis días haciendo autostop lo mismo
acelero más, y puede que en su dirección.
Al final hubo un insensato que se detuvo. Jimmy,
neozelandés, estaba de vacaciones por la zona y me podía llevar hasta el cruce
de la carretera que lleva al Kenepuru Sound. Estuvimos hablando de la economía
en Europa -toma ya- y de que para él España era un país al que todo el mundo
quería ir a vivir hace unos pocos años. El mejor rincón del planeta, le dije.
En el cruce tuve algo más de suerte con la espera. Me recogió
una pareja joven, también neozelandeses, que llevaban el coche hasta arriba con
las bicis y los trastos, pero hicieron un hueco como pudieron para mí y mi
equipaje. El chico era conductor de rally semiprofesional, y se partía de risa
con la historia del “trata de arrancarlo”. Aunque su camping quedaba antes que
mi destino, aparcó a su novia y me llevó hasta allí, haciendo una demostración
en vivo de su pasión por el volante. No sé si estaba más acojonado o mareado,
pero me estaba haciendo un gran favor, así que me concentré en el horizonte y en los
goles de Hugo Sánchez y listo. Un fiordo es un brazo de mar que se mete entre
las montañas, es fácil adivinar el calibre de la carreterita, ni 20 metros en
línea recta.
Allí, en Portage, donde el color del agua es el más bonito
que he visto en mi vida, me tenía que recoger Don, mi casero y patrón, que
apareció con su barquito de cáscara de nuez. Don vive en una casa en lo alto de
una colina de una diminuta isla en medio de un fiordo al norte de la Isla Sur, Nueva Zelanda. El paraíso. La casa está llena de ventanales enormes y mires a donde mires se ve el mar, en todas direcciones, con ese color que cambia de
tono según la hora del día.
Don es un neozelandés entrado en los sesenta, un tipo
hablador, excelente anfitrión, gran cocinero y gran persona. Cada día ha
dedicado 5 minutos a explicarme el trabajo que tengo que hacer, se ha asegurado de que lo entendía y después me ha dejado hacerlo. Jardinería, esencialmente. He estado
despejando y nivelando el terreno de un trozo de selva para hacer un mirador,
de esos con banquito, porque en la cuesta desde el muelle hasta la casa sus
amigos se agotan y necesitan un descanso para contemplar un rato las vistas.
Reencuentro con el pico. Reencuentro con la pala. Carretilla, rastrillo, azada.
Solo me falta el hacha de entre las viejas glorias, pero ya llegará, ya. Don tiene
una visita habitual, su amiga Gill, una mujer también mayor y también
encantadora. Hace galletas de chocolate, y un pollo espectacular.
Tres horas de trabajo y resto del día libre. Muy poco
esfuerzo para todo lo que recibo a cambio. Don me había advertido que si me
bañaba en el mar tenía que tener cuidado al entrar al agua con las stingrays,
que no tenía ni idea de lo que significaba, hasta que efectivamente he metido
un pie en el agua y han aparecido media docena de rayas, una de ellas de un
metro cuadrado. Parecen alfombras mágicas, flotando tan cerca de la
orilla a medio metro de profundidad. Una vez en el agua me había dicho que no
hay problema, así que para dentro.
Como tiene kayaks y me los presta me he ido a darle al remo,
a ver cómo estaba de brazos. El día era perfecto, sin nubes, sin viento, puro
verano, una gozada. Flotando en mitad del fiordo, palada tras palada en aquel
agua turquesa, entre cientos de medusas preciosas tan cerca de la piragua que
podías cogerlas con la mano. Hay calitas diminutas, escondidas entre la selva,
aptas para una sola persona o tal vez dos si se conocen entre sí, y otras calas un poco
más grandes, casi todas vacías, algún barquito suelto de vez en cuando. Los cormoranes andan por todas partes, tranquilos, parte de este colorido minimundo.
Mi mejor foto no le hará justicia a este lugar. Todo el
talento de Gabriel García Márquez no podría describir su belleza. Los sonidos,
la tranquilidad, las sensaciones. Descansar tumbado en la piragua en mitad del
fiordo con las manos metidas en el agua. Y con todo el tiempo del mundo.