¿Exagero? A lo mejor exagero, no sé. Estaba fregando los
platos de la cena, mirando este atardecer a través de los ventanales del salón,
tan empanado que no me enteraba de que me estaban hablando. Don me dio un toque
en el hombro, y me dijo que me saliera al balcón, que los platos seguirían allí
pero el sol al final se metía detrás de las montañas.
El domingo me ha dado todo el día libre. ¿Ves como no
exagero? Me he ido otra vez con el kayak, con la comida en la mochila, el agua
y el libro. Como cualquier sitio es bonito he tirado hacia donde soplaba el
viento confiando en que a la vuelta hubiese cambiado de dirección, y me ha
llevado a cruzar de nuevo el fiordo, esta vez hacia el norte, recalando en
playitas tan escondidas que solo se ven cuando estás en ellas. Me he pasado el
día de una a otra surcando las aguas verdosas, leyendo en una, durmiendo en
otra, bañándome, llenándome los ojos.
Mucha gente pensará que menudo coñazo, todo el día solo, por mucha calita paradisíaca que sea. Lo entiendo perfectamente. Para mí la soledad es a veces un valioso tesoro, por el grado de independencia y libertad que implica, por los sabores especiales que otorga. Es un sentimiento de alto contraste, tremendamente variable y difícil de dominar, que tan pronto te muerde como te besa. Una de las grandes pruebas de este viaje ha sido controlarlo, relegarlo a un papel secundario, hacer de él un compañero, no un enemigo. Y este compañero tiene grandes momentos de gloria.
Lejos de suavizarse y cambiar de dirección, el viento se había puesto gallito y había cabreado al mar, levantando olas de un metro. Para una embarcación tan frágil como la mía eso es como el Himalaya, sobre todo cuando tienes que atravesar 2.000 metros de mar abierto a base de riñones y paladas contra el viento. Si te paras a descansar el mar te devuelve veinte metros para atrás, y tu destino y salvación es un punto en el horizonte que nunca se ve más cerca. Como no me quedaba otra que llegar me puse a darle con energía tratando de mantener el equilibrio. Terminé calado y bien saladito, pero llegué a mi playa de una pieza, y me derrumbé en la arena boca arriba a recuperar el aliento.
Lunes, a currar de nuevo. Tres horas escasas, de las cuales una ha consistido en recoger mejillones de entre las rocas, con el agua por la cintura. Eso no es trabajo. Mi madre me dice que estoy de vacaciones, bueno, tampoco es eso, que después me ha tocado reconstruir el muro de piedras que sostiene el dique. Sigue haciendo un tiempo espléndido, y sigo kayakeando todas las tardes, cada vez por un sitio nuevo, a veces me encuentro con alguien y charlamos, a veces no. Tengo menos estrés que el perro de Heidi.
Don se curró los mejillones al vapor para la cena. Me zampé no menos de dos docenas, charlando con una cerveza en el balcón, sin saber que no era la cena, sino un snack, un aperitivo, antesala del pollo a la barbacoa y las chuletas de cordero con puré de patata y zahahorias. Da igual, había quemado muchas energías en el mar, así que hasta arriba de todo, que luego me paso cuatro días seguidos de arroz hervido, pan bimbo y manzanitas. La próxima mejillonada la voy a preparar yo, con la receta de mi madre, y cuando termine de comer me va a pedir que me quede a vivir aquí, y yo voy a aceptar, porque estoy completamente enamorado de esta esquinita del mundo.