Wellington

Capital de Nueva Zelanda, ahora también llamada Middle of Middle Earth por el inminente estreno de “El Hobbit”, que tiene a la ciudad medio revolucionada. Tanto es así que tuve que alojarme en dos backpackers distintos porque todo estaba hasta arriba. El primero fue el Youth Hostel, que está a un par de kilómetros de la estación de tren y autobuses, y como hacía un buen día, decidí hacerlo andando.
A mitad de camino el tirador de mi maleta se partió por la mitad, y la maleta fue al suelo como una piedra con un sonoro plof y el sobresalto de los caminantes que andaban cerca. Tras maldecir varias veces en distintos idiomas rememoré al mítico McGiver y con la cuerda de las gafas de repuesto le hice un apaño al tirador y seguí adelante. El Youth Hostel tenía buena pinta, ambientazo internacional e instalaciones muy majas.
En seguida me puse en marcha sin rumbo fijo caminando al lado del mar hasta que aterricé en el Parlamento y la Sede del Gobierno, y como había un tour gratuito en ese momento me metí a ver cómo trabajan los políticos por estas latitudes. Éramos unos 30 en mi grupo, unos cuantos neozelandeses, unos cuantos australianos, otro de aquí, otro de allá y diez alemanes, que no iban juntos entre ellos. Es increíble lo de los alemanes, están en todas partes, son los tíos que más viajan del planeta, vayas a donde vayas allí habrá un alemán.
La visita fue bastante curiosa, incluso pudimos asistir a un pleno que me hizo recordar mis días en la tele de Castilla la Mancha, cuando me zampaba uno de estos cada semana. Aquí es un poco más de lo mismo pero mejor vestido, el gobierno a un lado, la oposición a otro, unos gritan, los otros más, y ambos discrepan y se descojonan de lo que dicen al otro lado. Políticos son políticos, aquí y en Groenlandia.


Seguí vagando un rato por las calles y finalmente me fui a un súper a comprar comida para estos días. El atún bastante caro y el jamón prohibitivo, del orden de 8 euros por 100 gramos -3 lonchas enanas- que lo hicieron inmediatamente prescindible en mi ya clásica receta viajera de arroz con atún y jamón. Por ahorrar me compré el atún más barato, uno con chili y pimiento rojo, y después de cenar echaba fuego por la boca. La cocina de estos sitios es el lugar de máxima socialización, allí conocí a un chico neoyorquino que cocinaba también arroz en el fogón aledaño y nos pusimos a charlar ipso facto. Fue una pequeña inyección de moral porque le entendí mucho mejor que a los neozelandeses, y eso que el tío no hacía ningún esfuerzo por hablar despacio. También me encontré a una pareja de españoles que terminaban su periplo de tres semanas maravillados por este país, nos reconocimos una hora antes en el ascensor sin abrir la boca, y después nos volvimos a encontrar en la cena. Entre tanta charla se terminó el día, y me fui a dormir a mi litera con mis cinco compañeros de habitación, alguno de los cuales ya estaba roncando como si no hubiera un mañana.


Un día internacional


Por la mañana me trasladé al Downtown Backpackers, vuelta de nuevo por todo el paseo del embarcadero arrastrando mi maleta, que cada vez tiene más achaques. Me juego un dedo a que no vuelve a España. Me gustaba más el otro hostel pero éste tampoco está mal.


Había quedado para comer con Penélope, una chica neozelandesa que había conocido en intercambio de idiomas por internet, y que está estudiando español para trasladarse a Texas. Hablamos en ambos idiomas, ella se volvió a trabajar, y entonces contacté con Will, el neoyorquino del día anterior. Nos subimos juntos al Monte Victoria, desde donde se tienen unas vistas formidables de la ciudad y de toda la bahía y después decidimos coger el autobús para ir a la Weta Cave, una especie de minimuseo de “El Señor de los Anillos”. Como no sabíamos en qué parada teníamos que bajarnos se lo preguntamos al tío que estaba sentado al lado y nos dijo que el autobús paraba un poco lejos y teníamos que caminar un rato. Nos bajamos a la vez, y entonces el tío nos dijo que nos llevaba en su coche.

Este neozelandés se llamaba algo así como Dull y me pareció entenderle que trabajaba en los estudios de cine que están repartidos por allí. Se quedó con nosotros mientras veíamos las frikadas del museo y después nos llevó a una terraza a tomar cervezas. Nos metimos tres jarras de medio litro cada uno, mientras yo escuchaba en estéreo a un americano por la izquierda y un neozelandés por la derecha, entendía lo que podía e intervenía más a menudo según el alcohol iba pasando a mi sangre. A las 6 de la tarde llevaba tal borrachera que no sabía si estaba en Wellington o en la Tierra Media. Después nos fuimos a su casa con su compañero de piso –supongo- y estuvimos charlando un rato más mientras él tocaba la guitarra. Yo había quedado para cenar a las 7 y Dull también se ofreció para llevarnos de vuelta al centro.
Me dejó en la misma puerta del restaurante donde me había citado Alfonso, un chico de la Alameda de Osuna que lleva viviendo un par de años en Wellington. Hablamos en dos horas y media todo lo que no habíamos hablado en veinte años como vecinos, porque en Madrid vivíamos en la misma calle, en el mismo bloque y la misma escalera. Fue una cena súper agradable, me contó muchas experiencias de esas que se te quedan en la cabeza para viajes futuribles, y nos tomamos unos mejillonazos y unas cervezas belgas deliciosas y con una buena gradación.

De vuelta en el backpackers, cinco de las seis camas de la habitación estaban ocupadas, la única libre era la parte de arriba de mi litera. Caí como una piedra y a las pocas horas me desperté con resaca y sobresaltado por unos ronquidos descomunales, inhumanos, procedentes del tío de la cama de arriba, que había llegado a media noche. Los otros cuatro estaban despiertos, aturdidos por los bramidos de aquel tiranosaurio, incluso una de las chicas alemanas se reía de forma incontrolada, supongo que por no llorar. Los tapones de los oídos no eran suficientes para tamaña proeza gutural, eliminan aproximadamente la mitad de los ruidos, pero es que la mitad de tanto sigue siendo muchísimo. Así que me puse los cascos con la radio a todo trapo, y aunque no conseguí dormir mucho al menos se apaciguaron las ansias de matarle.