Pequeño tentempié y al tema ovejero, que es el plato fuerte de hoy. Las ovejas salían del corral como pajarillos recién nacidos, mucho más feítas que antes de entrar a la pelu, sin su abrigo de lana esponjoso. Seguían apiñadas en los corrales porque antes de sacarlas a los pastos hay que darles un líquido antiparásitos para prevenir gusanos en el estómago. Como ellas solas no se lo quieren tomar, hay que metérselo a la fuerza.
Louise y yo nos enfundamos sendas mochilas a la espalda cargadas con el líquido azul, y comunicadas mediante una manguera con una pistola terminada en un tubo metálico. Metemos a las ovejas en grupos de cincuenta en un pasillo muy estrecho para que no se puedan mover, nos ponemos detrás de ellas presionando al grupo con las rodillas y vamos trincando una a una por el cuello y enchufándolas el tubo a la boca. Después hay que mantenerles la cabeza hacia arriba para que se traguen el líquido, y empujón para atrás a las que ya están listas. Así hasta unas 200 que habían esquiladas en ese momento. Para las ovejas esto debe de ser como ir al dentista, no les hace ninguna gracia, así que arrean con todo lo que pueden, especialmente las pezuñas, soltando coces a discreccion. Cuando terminamos tenía las espinillas como Maradona en San Mamés.
David estaba bastante mosqueado porque los tres esquiladores que le habían mandado no eran nada buenos, y estaban currando lento y regular. A media tarde solo llevaban 400 de las 700 ovejas previstas, e iba a ser necesaria otra jornada. Una vez que terminaron las del día Louise y yo volvimos a entubar a los pobres bichos recién rapaditos, esta vez con más tino por mi parte, y aún así desinfectaba una oveja por cada tres que hacía ella.
Esta granja está siendo –otra vez- un mundo nuevo para mí. Se curra a destajo, sobre todo ellos que no paran ni un segundo, precisamente ahora que es la época de extraer la lana. Me paso el día entero hablando y escuchando inglés, mejorando poco a poco. La verdad es que son una gente extraordinaria, la hospitalidad es abrumadora y en mi tercer día aquí ya me encuentro como en casa.
El temblor
Estaba remoloneando en la cama cuando todo empezó a moverse. Al principio pensé que era el viento, pero el caso es que no se oía nada fuera. Paró el temblor, y a los pocos segundos comenzó de nuevo, más fuerte. Mi cama se agitaba como si estuviese en un tren a toda velocidad y las cosas de la habitación tintineaban. Te quedas quieto esperando algo, no sabes qué, bien que se pare o bien que vaya a más para reaccionar. Se paró del todo, y salté de la cama a descorrer las cortinas y mirar por la ventana. Ni pizca de viento. Los árboles estaban calmados y era una mañana tranquila. Salí a la cocina y David me preguntó en seguida si me encontraba bien. Ellos estaban en el jardín y sintieron las tierra moverse bajo sus pies. Había sido un temblor de 5’5 –bastante grande- y en la radio dijeron que el epicentro estaba cerca de Tokorua, al sureste de Auckland, a unos 200 km de aquí. Al mismo tiempo habían tenido otro terremoto en Japón, al otro lado del Pacífico. Las placas oceánica y asiática habían chocado, la Tierra se recoloca, y nos recuerda lo ínfimos que somos. No hubo repercusiones importantes porque se produjo a 100 km de profundidad, en las entrañas de la Tierra.
Así que nos fuimos a la playa con el perro. Louise me llevó por una carretera y volvimos por otra para que viera más cosas, más paisajes, como el lugar con el nombre más largo del mundo, imposible de reproducir, así que le hicimos una foto. No es más que una colina y unos prados, pero ahí queda para el Guiness.
Mientras tanto los esquiladores terminaban con el resto de las ovejas y cuando llegamos nosotros ya nos estaban esperando bien afeitaditas para ser entubadas de nuevo. Otras 300 ovejitas y corderos desparasitados y a comer, terminar unas pocas tareas de jardín y prepararse para el evento social vespertino.
Era el cumpleaños de un amigo suyo y lo celebraban en la granja donde viven, a unas cuantas colinas y praderas de allí. Se juntaron cuatro parejas que andaban ya en sus 50 largos, y yo fui invitado a asistir. Antes de la cena me habían puesto ya tres cervezas en la mano y mi inglés empezó a salir de dentro como por arte de magia. Está ahí, en alguna parte, pero solo fluye cuando voy atizado. Le cantamos el “cumpleaños feliz” en español, hicieron una porra sobre mi edad donde alguno llegó a echarme 24 años y el más osado 29, y después empezaron a contar historias de sus aventurillas en común. Se partían de la risa, alguno lloraba y se ponía rojo como un tomate y contagiaba a los demás, y con tanta carcajada yo no entendía de qué iba el asunto pero solo de verlos me descojonaba también.
Cuando volvimos a casa el cielo tenía tantas estrellas como quisieras contar, las estrellas del otro lado del universo.