Granjero en Nueva Zelanda

Partiré de viaje en seguida, a vivir otras vidas, a probarme otros nombres, a colarme en el traje y la piel de todos los hombres que nuca seré. O tal vez sí.

Después de muchos intentos fallidos tuve que recurrir a Chrissy –la madre de la casa de Palmerston- para encontrar una granja disponible. Cosas del azar o de la ley del tal Murphy, esa misma tarde me aceptaron en otras dos, pero ya había quedado con los vecinos de su madre, una matrimonio de veteranos absolutamente encantadores. Viven en una granja en Waipukurau, en Hawke’s Bay, y si la casa de Palmerston me parecía grande, ésta es como Toledo, pero no la ciudad, la provincia entera. En su parcela tienen colinas, praderas, bosques, un río, cientos de ovejas, vacas, terneros, gallinas, cerdos, un perro y un gato.


A las 8 comienza la jornada. Me marcho con David –Deivid-, y de primeras abre una jaula y saca dos perros pastores que salen zumbando como si tuvieran dinamita en el culo. Después abre un cobertizo y aparecen una moto de motocross y un quad, que procede a arrancar y me pregunta si me veo capaz de ir sentado en un lateral de la parte de atrás. Como si voy de pie, eso no me lo pierdo, allá que vamos colina abajo con los perros en los flancos, reuniendo las ovejas de toda la parcela. Él con el quad y los pastores corriendo de un lado para otro van formando un rebaño con los grupos de ovejas aislados, acorralándolas y llevándolas por donde quieren. Cuando ya estaban todas en la entrada de la última valla uno de los perros debió cagarla bien, porque se llevó una bronca brutal, y las ovejas se desbandaron en todas direcciones. David juraba en arameo mientras hacía volar el quad colina abajo, yo me agarraba con todo para no salir volando, y en cada salto veía mis huesos cada vez más cerca del suelo. Cómo sería que me dijo que me bajara, por mi seguridad, y le metió el turbo a la máquina para devolver a las ovejas a su camino hacia los corrales.

Una vez arriba había que hacerlas entrar en el corral, después combinaban varias puertas comunicadas entre sí y con otros rediles, e iban separando ovejas según lo sucias que estuviesen. Aquí es donde yo entraba en juego, colocado al final del corral grande tenía que ir y venir entre el rebaño de 200 animalitos haciendo ruidos y aspavientos para que se fuesen metiendo en el redil seleccionado, y David abría o cerraba una u otra puerta para separar las limpias de las sucias. Una y otra vez hasta que la discriminación se completa y entonces las que tienen el culo sucio pasan a ser esquiladas de los cuartos traseros.
Primera hornada lista. Para entonces Alan, uno de sus ayudantes contratado ex profeso, ya estaba reuniendo el siguiente rebaño montado en otro quad, con ayuda de sus 4 perros. Los perros pastores son entrenados desde que tienen seis meses para esta labor, y van como balas cortando el paso al ganado. Nos unimos con nuestros dos canes -Rosty y Mig- y entre todos apiñamos de nuevo a la enorme masa lanuda hasta llevarlos otra vez al corral. Será la novedad, porque allí huele a establo, comes polvo y pisas buena mierda fresca, pero yo estaba como en el parque de atracciones.

Por la tarde lo mismo pero con las vacas y terneros, y después fuimos a un terreno que tienen más allá en otra parcela, y aquí las ovejitas ya estaban listas para pasar por la esquiladora. Para esta labor habían contratado a Criss, un tipo poco hablador pero realmente eficiente. Trincaba a las ovejas de las patas delanteras, las sentaba con el culo en el suelo y la cabeza entre sus rodillas y las rasuraba una buena circunferencia de lana en torno a sus cuartos traseros. Esto se hace para que no acumulen mierda y las moscas acudan al manjar, poniendo sus huevos y provocando enfermedades. Allí me dejó con el esquilador, él rasuraba y yo tenía que separar la lana limpia de la sucia, y con sucia no me refiero a ennegrecida, me refiero a que tenía literalmente que quitar la mierda de la lana esquilada del culo de las ovejas.
Se veía bien claro antes de que llegase a mis manos, porque estábamos a un metro de distancia, y al colocar a la oveja en posición me ofrecía una visión directa de su culo, de forma que yo ya veía claramente cual venía con regalo fresco o sin él antes de recoger la lana. Y este rebaño hace más regalos que Papá Noel en casa de los Preysler. Ciento trece ovejas después –porque lo pregunté- habíamos terminado, empapados en sudor y con las manos de otro color. Menos mal que no me picaba un ojo. Hubiera preferido conducir el quad, pero este era mi primer día de becario de granjero en Nueva Zelanda.


La calma antes de la tormenta

 

Hace dos semanas entró en erupción uno de los volcanes del Tongariro crossing, una de las rutas de un día más bonitas del mundo, lugar donde se rodó Mordor, y excursión que tenía programada para Navidad. Un tornado se pasó ayer por Auckland y ha dejado bastantes daños, humanos y materiales. Mis superpoderes de atracción de desastres naturales siguen en plena forma.

El día comenzó mucho más suave, con labores de jardinería como recortar los setos con una podadora eléctrica –lo cual que gustó bastante-, y retirar la vegetación caída. También me encargaron alimentar a los cerdos, las gallinas y un ternero, tarea que parece que voy a tener a diario. Al ternerito se le alimenta aparte porque es muy joven y necesita suplemento alimenticio, yo me encargo de preparárselo y de que se lo coma. Es bastante gratificante, a pesar de que me pone de leche hasta arriba con los cabezazos que le mete al cubo. A los cerdos está chupado, están ávidos de comida y no dan ningún problema. Lo jodido son las gallinas. Hay once en dos pequeños gallineros, y nunca están dentro. Hoy he perseguido a dos durante diez minutos hasta que las he conseguido meter, y es que en campo abierto una gallina te hace más regates que Luis Figo en sus años mozos. Louise las agarra y las mete a la fuerza pero yo de momento no me atrevo y utilizo un palo y mi cuerpo para cerrarles el paso hasta que las llevo al gallinero.

De vuelta con los huevos del día me pidieron que cogiera treinta sacos del cobertizo, porque íbamos a ir a recoger piñas para tener reservas para las chimeneas invernales. Ya puede haber piñas, pensaba yo, pero bueno. Nos fuimos los tres en la camioneta por una pista –camino atajabancal, de los que se intuyen pero apenas se ven- atravesando la granja de un extremo a otro, al menos durante media hora. Había veces que todo lo que abarcaba la vista era terreno suyo, con ovejas por todas partes, vacas y cabras, nuevo especímen que no sabía que tenían, y resulta que tienen setenta. Al menos vi cinco o seis pequeñas lagunas con sus patos correspondientes, una de ellas al lado del pequeño bosquecillo donde llenamos los primeros sacos de piñas. Hasta ese punto se tarda hora y media caminando por la granja desde la casa, que también está dentro de la granja, claro.
La cena fue espectacular, con carne de ternera de la casa, espárragos y pastel de queso y champiñones. Devoré como un león, cuando curraba en la producción audiovisual no tenía tanta hambre, se ve que ojos y cerebro necesitan menos combustible brazos y lumbares.


Y después de cenar llegó la previa del día D, que va a ser mañana. Un primer grupo de 400 ovejas estaban preparadas en el corral exterior y había que ponerlas a cubierto porque mañana las van a esquilar y no se pueden mojar si llueve por la noche. Entre los tres movilizamos aquel ejército ovino hasta que quedaron apiñaditas en varios corrales interiores, hacinadas en un espacio similar a una pista de tenis. El suelo es enrejado para que no se ahoguen en sus propias heces, que caen debajo del corral a una especie de sótano, muy grande y muy negro. Abrieron un panel exterior que daba acceso al oculto almacén. Allí había mierda para abonar Albacete, y en ese momento me reencontré con mi añorada pala y mi rastrillo para ir llenando los sacos que habían sobrado de las piñas, sacos en los que cabe un cadáver troceado, nada de saquitos de caramelos. Entre Louise y yo llenamos una docena, que luego se venden como abono para los jardines, ya que parece que los detritos de oveja hacen crecer cualquier cosa de la tierra.
Ya era de noche cuando terminamos. Había sido un día largo y habíamos currado mucho. Y había sido un día feliz.