El backpackers era muy chulo, pegado al mar y con una
terraza genial, pero había un ambiente extraño, diferente al de otros en los
que he estado. Normalmente no has soltado la mochila y ya te estás presentando
a alguien, te preguntan tu nombre y procedencia, es como un protocolo de
bienvenida. Sin embargo aquí había un rollo de grupitos cerrados, y durante la
cena escuché más alemán y francés que inglés.
Por la mañana me dediqué a leer un rato mientras la gente
iba y venía por la cocina y el comedor y ya fui captando el asunto. Son un
grupo de 10 o 12 franceses y otros tantos alemanes que deben estar viviendo
aquí mientras trabajan por la zona. Hay carteles en los pasillos que ofrecen
trabajo a través del backpackers a condición de que te quedes alojado. Parecen
majos, pero andan juntos por nacionalidades hablando en su idioma, lo cual los
hace bastante inaccesibles. Deben llevar bastante tiempo aquí, y de hecho hay
tres o cuatro parejitas que no creo que vengan prefabricadas de Nuremberg y
Toulousse.
Por la tarde dejó de llover y volví a tomar una bici prestada para rodar hasta Mount Maunganui, una lengua de tierra con una preciosa playa interminable y un peñón verde al final con vistas espectaculares. Estando en la cima me llegó un mensaje de unos españoles a los que aún no conocía en persona, y quedamos en vernos en la playa, en la zona de los surfistas. Pedaleé hasta allí y por fin conocí a Deo y Pablo, amigos de un amigo de la facultad, que llevan ya 13 meses con su furgoneta por Nueva Zelanda. Mi máxima prioridad es aprender inglés, practicarlo lo más posible, pero hablar en español -con personas que no sean tú mismo o los animales de las granjas- cuando llevas semanas sin hacerlo, es como una liberación para el espíritu. Lo necesitaba, después volví al guetto germano-francés mucho más relajado.
La ruta de Waihi Beach
Al día siguiente cogí otro coche gratis en el aeropuerto de
Tauranga, con intención de recorrer en un par de días la península de
Coromandel. Hacía un día de pena, estaba lloviendo, pero aquí el tiempo cambia
rápidamente, puedes tener las cuatro estaciones en un mismo día.
Me gustó un desvío hacia Waihi Beach, sonaba bien, y me metí
a echar un vistazo. Salí del coche y a los 10 metros me di cuenta de que me
había dejado las luces encendidas. Bah, si es un paseíto por la orilla y me
vuelvo en seguida. Al llegar al final de la playa empezaba una ruta que parecía
que conectaba varias bahías, bordeando la costa. Estaba a 100 metros del coche,
podía haber cogido la mochila, las botas de trekking, en fin, un poco de
preparación básica, pero pensé: bah, me hago un trocito y en un rato estoy de
vuelta. ¿Porqué? Porque soy gilipollas. Y se me fue de las manos, como siempre.
Nada más empezar la senda se adentra en la selva. Va
serpenteando entre la vegetación y de vez en cuando sale al borde del
acantilado y continúa por una cornisa de medio metro de ancho, con el mar
rugiendo a tus pies. Vuelve a meterse en la selva, sale a una cala, y después
de una buena caminata llegas a una playa casi paradisíaca, con todos esos
árboles de flores rojas en la misma arena, marcando el límite entre la playa y
la selva. Orokawa Bay, una preciosidad, casi paradisíaca porque es
relativamente accesible, a tan solo una hora de marcha, y hay algunas
personas por allí que te roban el rol de Adán en el paraíso.
Un cartel indicaba la posibilidad de llegar hasta Homunga Bay, a hora y media desde allí. Estaba saliendo el sol, apretaba el calor y ya echaba de menos la cantimplora que habría traído en la mochila. Pero si no iba ahora, ¿cuándo iba a ir? Esta ruta era preciosa, el día había cambiado y los colores brillaban con el sol. Seguí adelante, en la misma dinámica de selva, acantilado, cala, y al final, esta vez sí, el paraíso. La misma playa, los mismos árboles rojos cayendo casi en la orilla, y nadie más que yo por allí. Me sentía como Cienfuegos en sus playas del Caribe, y tenía tanto calor que ya desde las alturas estaba gozando el baño que me iba a pegar. Solo pude entrar y salir del agua porque el Pacífico venía cabreado de las Islas Fiyi, y rompía con una fuerza descomunal que te arrastraba mar adentro. Me quedé un rato por allí, paseando por la playa, disfrutando de la soledad que otras veces es tan amarga, pero que en este momento me hacía sentirme un privilegiado.
Llegué al coche 6 horas después de haberlo aparcado, con una
sed que me bebía el agua del mar, pero realmente contento por haber encontrado
esta ruta desconocida, que hasta ahora ha sido lo mejor que he hecho en Nueva
Zelanda a nivel naturaleza.