Encontré una web en internet que te deja gratis un coche y
un depósito de gasolina si lo trasladas de una ciudad a otra en dos días. Pedí
uno y lo recogí en el aeropuerto de Palmerston North, un bólido rojo con el
volante a la derecha, claro. Salí con la concentración a tope para mantenerme
en el carril izquierdo, especialmente en la ciudad, donde los cruces te hacen
pensar un momento hacia dónde tienes que ir. Una vez en carretera es mucho más
fácil, palanca de cambios en la mano izquierda y media docena de veces que
pones el limpiaparabrisas en lugar del intermitente. Te repites lo
gilipollas que eres y adelante.
Me dirigí al oeste por la carretera de los surfistas,
llamada así por la cantidad de playas con gran oleaje que hay en la costa que
circunvala al monte Taranaki. El paisaje es totalmente plano y verde, salvo por
una única montaña que se eleva poderosa con su cima nevada. Es el volcán Taranaki, hermano neozelandés del Kilimanjaro, con algún detalle diferente,
como que éste no mide 6000 metros y en su base hay vacas y ovejas en lugar de
leones y elefantes. Pero por lo demás, igualito. Además, el Taranaki está
rodeado por el mar de Tasmania, puntazo a su favor.
Un paisaje precioso que lleva hasta New Plymouth, una
pequeña localidad en la costa olvidada por ese apresurado turismo que trata de
concentrar toda Nueva Zelanda en tres semanas, y que vale la pena una
excursión. Me instalé en el primer backpackers que encontré y pedí una de las bicicletas
que ofrecían para los huéspedes. Era la peor bici del mundo, pero me llevó
rodando por el paseo de la costa hasta las afueras de la ciudad al atardecer,
con el mar a un lado y el volcán al otro.
Mientras pelaba patatas para la ensalada de la cena me
enzarcé a hablar de fútbol con un chaval danés y perdí la perspectiva de las
cantidades culinarias. Ofuscado como estaba en hacerle entender que no se puede
ser danés, del Liverpool y del Barça a la vez, se me fue la mano y me tuve que
desayunar la mitad de la descomunal ensalada que me había hecho la noche
anterior. Menos mal que no me dio por cocinar un potaje. Tras el desayuno
tempranero carretera de nuevo hacia el aeropuerto de Auckland, donde tenía que devolver el coche
por la tarde, con una paradita a medio camino en las afamadas cuevas de
Waitomo.
Cuando hice espeleología en las cuevas de Nerja tenía que
haber cerrado el capítulo de visitas a cuevas, pero sigo palmando una y otra
vez. Nada va a superar aquella experiencia, y en cada nueva gruta en la que me
adentro vuelvo a ver la misma sala de la catedral, la misma roca elefante y me
vuelven a contar cómo la gota de agua tarda un siglo en formar una estalactita.
Me metí en las Waitomo Caves por la curiosidad de que tienen unos bichos
luminiscentes en el techo, y después de la manida teoría espeleológica por fin
nos subimos a la barca que recorría el tramo luminoso por un río dentro de la
cueva. Como el típico techo de la habitación de las chicas, que han pegado
estrellitas para que brille de noche. En este caso son larvas de insectos, y
las propias hembras de esos insectos, que se iluminan para atraer a los machos.
Está curioso, pero vamos, que no vale los 30 eurazos que te cascan por la
entrada básica. También hay varios tours y combos con canyoning, rafting y
otras cuevas, y por lo que me han contado, caros y farsa total. A Dios pongo
por testigo que esta ha sido mi última cueva sin una linterna y un casco.