Coromandel

Había pensado en llegar hasta Whitianga y dormir por allí. Eran las 6 de la tarde y me quedaban unos 30 km cuando pasé por un sitio que me dio muy buen rollo, así que decidí quedarme. Estaba en Tairua, en la desembocadura de un enorme río rodeado de playas y montañas bajas. Me instalé en el primer alojamiento que encontré –todos los backpackers rondan los 20€ por noche- y subí al monte más alto a contemplar las vistas, sencillamente abrumadoras.
De las tres playas que se divisaban elegí una y me fui a pasear mientras durase la luz del día, un día lleno de sorpresas, y todavía quedaba una más.

En el backpackers me esperaban dos españoles, Aurora y Sergio, madrileños, deseosos como yo de contactar con otros españoles. Los alemanes están por todas partes, son pesadísimos, pero cuando te encuentras a un español es una gran alegría, porque se ven muy pocos. Me invitaron a una cerveza, y nos pasamos toda la noche de charla, intercambiamos anécdotas, consejos y teléfonos, y seguro que volvemos a encontrarnos de nuevo, tal vez en la Isla Sur.


La playa de “Las crónicas de Narnia”

 

El ciclón que ha arrasado Samoa estaba dando sus últimos coletazos por aquí. Hacía un día de perros, y me tocaba madrugar porque quería ir a un par de playas accesibles solo con marea baja.
 
Hot Water Beach es la farsa que me esperaba. Se trata de una zona de actividad geotérmica, y en teoría se puede sentir el calor a muy poca profundidad, cavando un hoyo en la arena. Allí estaban todos los guiris con su pala alquilada, haciendo agujeros en el suelo, tratando de fabricarse su propio jacuzzi en la orilla del mar. Lo hacían tan cerca del agua que en cuanto venía una ola grande se llevaba por delante todos los hoyos. Le pregunté a un par de cavadores cómo iba la cosa y ambos respondieron con bastante frustración que aquello no funcionaba, aunque me han garantizado que funciona siempre, pero hay que buscar bien. Empezó a llover con fuerza y allí se quedaron dejando la playa como un queso gruyere, y yo me largué a ver si por el camino dejaba de caer agua y podía ir al siguiente sitio de las postales.

Estaba claro que tres de las cuatro estaciones estaban hoy de vacaciones, no había ni un hueco azul entre las nubes, y seguía lloviendo en diagonal, a rachas fuerte y a rachas el horizonte se volvía invisible tras la cortina de agua. Como parecía que no iba a cambiar, me adentré en el sendero que en media hora te conduce a la Cathedral Cove, localización de algunas escenas de Las crónicas de Narnia.



Este sitio me encantó, por muy turístico y conocido que sea es un lugar al que hay que ir. Se trata de dos pequeñas playas al pie de un acantilado, llenas de vegetación, conectadas entre sí por una cueva gigantesca. No me extraña que lo escogiesen como el túnel que transportaba a los niños de vuelta a Narnia en la película, aunque seguramente rodarían en un día más soleado. 
Con semejante temporal decidí dar la vuelta a la península en coche. Bajé por la costa oeste, por la carretera que une Coromandel Town con Thames, 50 km rodando a dos metros del mar, un camino para deleitarse al volante.
Un par de horas después devolvía mi segundo bólido en el aeropuerto de Auckland, después de 1000 km en solitario conduciendo por el carril izquierdo de las carreteras neozelandesas.