Cuando vienen mal dadas

Había pasado una semana extraordinaria con los Clark en la granja ovejera de Waikupurau, pero antes de llegar allí ya me había comprometido con otra en Masterton, al sur de la Isla Norte, para esta semana. Me interesaba especialmente por tratarse de una granja de caballos y por contar con varios ayudantes como yo, lo cual era novedad para mí.
El feeling de entrada no fue bueno, no sé porqué, pero no fue bueno. Íbamos en el coche desde la estación de autobuses y no había buenas vibraciones. Estas primeras impresiones suelen fallar a menudo, así que no le hice mucho caso, y también es verdad que yo no llegaba ya con la fuerza y el entusiasmo de la primera granja.
Me alojaría en una casita independiente, al lado de la casa familiar, compartida con Nick, un chico francés bastante majo, viajero, montañero y con un inglés muy entendible. Esto era genial porque me hacía falta un poco de espacio y tiempo para estar solo y tranquilo, programar el futuro inmediato y básicamente desconectar. 

El francés llevaba aquí ocho semanas y sabía perfectamente lo que se esperaba de él, cuándo y cómo actuar, y tenía el oído ya hecho al acento kiwi, lo cual es toda una proeza. Yo sin embargo no les entendía casi nada, y en la primera mañana me enseñaron en media hora cómo limpiar y barrer la cocina, alimentar a las gallinas, a los pollos, a los cerdos, al conejo, a regar las plantas, y todas las variedades de hortalizas y vegetales que tienen en el huerto. Todo ello en neozelandés técnico.
Esa misma noche me curré la cena y me pidieron también que hiciera una ensalada con los productos del huerto, y allí me fui, yo solo, cestita en mano, a contemplar con cara de haba las variadas hojas verdes que salían de la tierra. A mí todo me parecían lechugas así que cogí al azar unas cuantas y cuando las llevé a la cocina me cayó una bronca suave porque había traído cosas inservibles y muy poco ensaladeras. 
Al día siguiente me encargaron cortar leña y cuando terminé sencillamente me senté en una silla a esperar instrucciones y me volvió a caer una bronca por no tener la iniciativa de hacer otra cosa por mi cuenta y por estar sentado sin hacer nada. Esto me sentó especialmente mal porque había hecho todo lo que se me había pedido hasta el momento, incluyendo quitar los centenares de arbustos de espinos y la maleza de un prado en el que pastan cincuenta vacas. La bronca del huerto me la había tragado pero a esta le repliqué que no me enteraba bien de lo que me decían, que era mi segundo día allí y no sabía qué tenía que hacer ni cómo ni cuando, y que si esperaban algo de mí era mejor que me lo dijesen, al menos al principio. El debate siguió un rato en esa línea y al final decidí contrarrestar con la acción, currando sin parar, en cualquier cosa que se me ocurriese.
Comí yo solo en la cocina y cuando terminé me puse a fregar todos los cacharros y las ollas de una mermelada que habían hecho el día anterior, después los platos de la comida, me tiré tres horas seguidas amasando carne cruda y dándole a la manivela para hacer nueve barras de salami, luego le di de comer a los animales y no paré hasta que lo dijeron. Mientras hacíamos la cena la mujer se me acercó y me pidió disculpas, y me dijo que intentaría ser más tolerante.

De momento sólo he visto los caballos de lejos, pastando en los prados, y de la comunidad internacional que esperaba encontrarme solo hay un chaval francés, que hasta ahora es lo mejor de este nuevo lugar. Llevo dos días aquí con el culo apretado, pensando si tengo que hacer algo que no sé si tengo que hacer. Puede que me haya malacostumbrado al trato tan amable que he recibido hasta la fecha. Las dos casas en las que he estado han sido inmejorables y cuando me lo he montado por mi cuenta se me ha dado bastante bien, conociendo gente siempre maja. Ha sido un primer mes de viaje excelente y este es el primer momento bajo que me toca vivir, voy a darle un poco más de tiempo a este lugar, pero si sigue sin aportarme nada empaqueto y me largo.
Hoy hay nubes negras en Nueva Zelanda, pero volverá a lucir el sol.