San Francisco express

 


Mi amigo más longevo lo dejó todo y se fue a estudiar medicina a Lituania hace un par de años, y siempre cuenta que cuando verdaderamente se dio cuenta de lo que estaba haciendo fue sentado en el aeropuerto de Barajas, esperando su avión. A mí no me pasó en Barajas, sino en el JFK, el aeropuerto de Nueva York.
Mi vuelo a San Francisco de las 8 de la mañana con American Airlines había sido cancelado por la nevada de la noche anterior, pero me dieron pasaje para otro vuelo a las 12.30. Cuando íbamos a embarcar, este vuelo se retrasó de nuevo, y finalmente salió a las 17 h. Nueve horas de retraso y once de espera en el aeropuerto, casi tanto, sino más, que Tom Hanks en esa misma terminal de película. Al menos me dieron un vale de 12 dólares para comer, y gracias al portátil y al e-book el tiempo se me pasó más o menos bien. Pero fue allí sentado, intentando comprender las explicaciones que las azafatas de tierra daban por megafonía, donde realmente se me vino encima el jardín en el que estaba metido.

En el andén del metro de San Francisco apareció un malabarista rodando sobre un monociclo, vestido con un traje de mil colores y haciendo sonar una especie de instrumento de viento sin identificar. Dio la casualidad de que nos sentamos en frente en el vagón, me preguntó algo en californiano y mi “sorry?” debió bastarle para identificarme, pues lo siguiente que me dijo fue en español. Resulta que su mujer es peruana, y ya nos pusimos a rajar todo el trayecto. Había estado en el Retiro haciendo números de magia y malabares, pasando el sombrero y esas cosas. Me enseñó sus artilugios de ilusionismo, todos manufacturados, auténticas obras de arte. Un tipo genial.
Mientras consultaba mi mapa, una vez en la calle, una mujer se me acercó a preguntarme dónde iba, y me llevó casi hasta la puerta del hostel. Era una homeless, estaba claro, al despedirse me lo confirmó y me pidió dinero. Le dije que solo tenía unas monedas sueltas y cuando se las di empezó a musitar bastante cabreada que con eso ella no tenía ni para la cena. Es curioso la cantidad de vagabundos que hay en el centro de San Francisco, contrasta especialmente porque de entrada parece una ciudad potente, limpia y cuidada. La primera impresión fue mucho mejor que en Nueva York, pero claro, no es lo mismo salir a la calle de noche en Queens que en Union Square.


Mi hostel estaba genial, respiraba un ambientazo joven y sano. Me tocó una habitación con un alemán y un japonés, pero apenas hablamos porque era tarde y el alemán quería madrugar. Yo tenía que recuperar el día perdido, así que también me fui pronto a dormir, y con el primer rayo de luz ya estaba en pie, listo para hacer en un solo día todo lo que tenía previsto para dos.
A esas horas Chinatown todavía estaba dormida, los negocios cerrados y poca gente en las calles, pero el espectacular decorado saltaba a la vista. Según doblabas una esquina aparecía una de las famosas calles empinadas de San Francisco, un tranvía sacado de un circo o alguno de los puentes al fondo. En una de esas desemboqué en la calle Lombard, cuya bajada zigzagueante se ha visto en tantas persecuciones de películas, la subí a pie y decidí que la bajaría en coche cuando lo tuviese unas horas después.

Subiendo y bajando terminé en el Pier 39, el muelle en el que vive una colonia de leones marinos como si de la Antártida se tratase. Es increíble verlos calentarse al sol, a menos de tres metros, en completa libertad, mugiéndose unos a otros.
Este es un excelente punto de la ciudad, no solo por el espectáculo animal sino porque desde allí se contempla el Golden Gate, Alcatraz, la bahía y el centro de la ciudad con sus rascacielos. Intenté hacer la visita a la mítica Roca, la prisión más famosa del mundo, pero un cartel bien claro indicaba que no había tickets disponibles hasta tres días después. Todo el mundo llegaba con su reserva impresa en la mano.
Desde allí me adentré por el centro puro, amplias avenidas entre rascacielos y gente que iba a sus trabajos. La sensación en esta ciudad es que es mucho más amable que Nueva York, más relajada, más cómoda. Un sitio donde se podría llegar a vivir. Callejeando por el downtown llegué de nuevo al hostel a por mis cosas y recogí mi coche de alquiler, un Chrysler negro automático. Hacía cinco años que no conducía un coche automático y se me había olvidado la gozada que es.
De camino a Lombard Street forcé un poco para tomar las calles empinadas, algunas con una pendiente tremenda. Y llegué a Lombard, hice el zigzag de bajada, salí en las fotos de todos los turistas que estaban abajo y puse rumbo al Golden Gate. Según me acercaba se iba haciendo más grande, inmenso, y ya estaba dentro, circulando por el carril de la derecha hasta el otro lado, donde aparqué y volví a cruzarlo, esta vez a pie. Peatones, ciclistas, coches, camiones, todos juntos bajo esa mole de hierro rojo con casi 80 años de existencia. Al regresar hacia el coche me fijé en la colina del otro lado, donde se apreciaba una carretera ascendente desde la que tenía que verse el puente con la ciudad detrás, la vista perfecta. Tomé la salida de Sausalito y, efectivamente, allí estaba el mejor punto panorámico de San Francisco. La guinda perfecta para una ciudad a la que solo he podido dedicarle un día, pero que me ha dejado un sabor de boca excelente.