La carretera del Pacífico



Mi bólido automático tenía que llevarme desde San Francisco a Los Ángeles en tres días. Por el interior estaban las apetecibles opciones de Yosemite y Sequoia, pero al final me había decidido por recorrer la Highway 1, la carretera panorámica que bordea toda la costa californiana.
Primera pernocta en Monterey, en el hostel internacional más cómodo en el que he estado. De nuevo me puse en marcha con la salida del sol, para aprovechar todas las horas de luz en el Big Sur. Primera parada en Carmel, el pueblo del que fuera alcalde Cleant Estwood, con sus casitas de Hansel yGretel que parecen de mentira y su costa formidable. Solo eran las 7 de la mañana y la playa ya estaba ocupada por andarines, paseadores de perros y algunos surfistas desafiando al frío matinal. Se respira pasta en este pueblo, es como una pequeña Moraleja costera con casitas encantadas en lugar de mansiones. También se nota un ambiente agradable, un buen lugar para vivir, si juegas en esa liga, claro.
Poco después llegué al Parque Pfeiffer y, para mi sorpresa, cobraban 10$ por aparcar. Le pregunté al guarda si eso era un bosque o algo más, y como solo era bosque me largué de allí en busca de la playa Pfeiffer, por al cual también cobraban, esta vez 5$. Maldita sea, algo tendré que ver, suelto la pasta y me meto en la playa esperando un acontecimiento natural irrepetible, pero aquello es una farsa descomunal, una playa con dos pedrolos gordos donde rompían las olas y poco más. Ya medio mosqueado llego al tercer parque, el Julia Pfeiffer, un cañón con su río que finaliza cayendo en cascada en una cala de agua turquesa. Otros 10$, ¡por un paseo de media hora y que se ve desde la carretera! Perdona pero no, aparco en el arcén y me hago el camino yo solito. Así lo hice, y valió la pena, habría preferido pagar por este que por la playa. 


La carretera va colgándose cada vez más de los acantilados, curveando sin descanso y deleitandola vista con su paisaje de océano infinito a la derecha y montaña a la izquierda.  Así se llega a Regged Point, un área de descanso con un par de chiringuitos y excelentes paisajes, punto de inflexión de la vertiginosa senda, que comienza a descender al nivel del mar. Desde la distancia se aprecia un gran número de vehículos aparcados frente a una playa, y según te vas acercando empiezas a distinguir unas enormes croquetas blancas y grises, inmóviles, desparramadas por centenas en la arena. ¿No será…? Ya lo creo que lo era, cientos de elefantes marinos en libertad tirados al sol, las hembras echándose arena por el lomo, los poderosos machos mugiendo dominantes, y las crías gimiendo en busca de atenciones. 


Algunas menos hay en el agua, no sé si jugando, luchando o copulando, mucho más activos en cualquier caso que sus congéneres en tierra. Estos bichos vienen aquí a procrear, y en su estancia en las playas no comen nada, por lo que cuando vuelven al mar están debilitados y son presa fácil de tiburones y orcas, especialmente las crías.
Muy cerca de los elefantes marinos se encuentra el castillo Herst, una obra macabra de derroche de dinero de un multimillonario de principios del siglo pasado, que se llevaba allí a los actores de la época, campeones de Wimbledon y personalidades de la alta sociedad. Creo que venido arriba por los museos neoyorquinos traicioné mi política de no pagar por estas cosas, y me subí al autobús para hacer el tour por las grandes salas. No es que sea hortera el tío, es lo siguiente. A la sobrecargadísima y pomposísima decoración sólo le faltaba que le añadiesen las luces de Navidad. En noviembre, y por todas partes, no quedaba un hueco libre. Al menos los exteriores compensaron la visita, sin dejar de sorprenderme de porqué querría alguien vivir así. El tío este era el paradigma de “estar podrido de dinero” y no saber qué hacer con él. Joder, tenía hasta un zoo, con un oso polar y todo, y todavía quedan algunas cebras por allí pastando, a escasas tres millas de los elefantes marinos.


Salí huyendo en el primer autobús de vuelta, camino a Morro Bay, que no me aportó gran cosa y enfilé rumbo a San Luis Obispo, donde tenía mi hostel de esa noche. Allí conocí a un tío de Alaska que se estaba cruzando California en bici, con dos cojones.
Volví a levantarme con el sol, hoy tocaba carretera hasta Los Ángeles, pero al ir con tiempo pude darme un paseo por la bonita Santa Bárbara, recorrer toda la costa de Malibú y recrearme varias horas en Santa Mónica, donde se rodaba “Los vigilantes de la playa”. Estuve un rato buscando a Mitch Bucanan y a CJ, pero no estaban por allí, aunque las casetas y los todoterreno amarillos seguían como en los años 90. 
Era domingo por la tarde, y había un ambientazo brutal en el paseo marítimo. En el Pier han montado un clásico parque de atracciones americano, y en la playa había todo tipo de personaje rodantes, acróbatas, cantantes, bailarines, raperos, familias haciendo picnis, chavales jugando al fútbol, grupos de batucada, y un clima espectacular. Me di una gran vuelta a pie y a última hora me entró el monazo y alquilé una bici, que me llevó mucho más lejos todavía, mientras el sol se ocultaba tras el Océano Pacífico.
Al salir de Santa Mónica me zampé un atasco en una autopista de esas de 6 carriles por cada sentido, pero llegué sin problema a facturar en el mostrador de Air Pacific, donde ya me pidieron el visado para Nueva Zelanda. Le intenté hacer comprender al hombre que no lo necesitaba, que iba de turista, pero tuve que sacar la visa australiana y el billete de salida hacia Sydney para el mes de febrero. Y eso que aún estaba en EEUU, a ver lo que me piden en Auckland.