Cuatro días en la Gran Manzana




Nueva York seguramente sea la única ciudad del mundo a la que le dedicaría cuatro días de visita. Siempre he preferido un árbol a una farola y una montaña a un rascacielos, pero este es un destino al que tenía que venir alguna vez, y la verdad es que me he llevado una gran impresión y han sido unos días magníficos con mi familia.
Mi madre, mi hermana y una amiga suya llegaron unas horas antes en vuelo directo desde Madrid, y ya estaban en el apartamento cuando aterricé yo en el JFK. Sólo habían pasado cinco días desde que el huracán Sandy arrasase la ciudad, cortando la electricidad y los transportes, así que parecía poco probable llegar hasta Harlem en metro, pero decidí intentarlo de todas formas, mucho más divertido que el taxi, y más barato. Al final tuve que hacer un mix. Una sola línea de emergencia hacía el recorrido de lo que normalmente suelen hacer tres, llegando hasta Times Square, y desde ahí un par de trasbordos hacia el norte. Pero el tren se paró a mitad de camino, la megafonía comenzó a escupir algo ininteligible, echaron a todo el mundo fuera, y en seguida me vi arrastrando maleta y mochila por las calles de Queens en busca de un taxi.
Ha sido bastante gracioso estar alojados en Harlem, un genuino y nada turístico barrio del norte de Manhattan. La verdad es que por las noches acojonaba un poco pero no hemos tenido ningún problema y hay tanto hispano parlante que parece más bien una ciudad sudamericana. Esta ha sido una de las cosas que más me ha sorprendido de Nueva York, hay una proporción altísima de gente que habla castellano, la mitad de los carteles publicitarios del metro están sólo en español y hasta el alcalde ofrece algunos de sus discursos en nuestro idioma.
Mi madre flipaba literalmente con el barrio, bueno, con eso y con todo, desde el metro hasta la comida, los precios y, sobre todo, el tema de las propinas obligatorias. Manhattan es muy caro, vas a comerte un filete normalito en un restaurante normalito y no pagas menos de 30 dólares, más las bebidas, que es donde te la meten bien, sobre todo en el vino. Y cuando te llega la cuenta, a tu filete de 30$ y tu tercio de cerveza de 8$ le tienes que sumar un 25% de tasas y propinas. Y no pienses en escaquearte, ya te las incluyen ellos amablemente en la cuenta. Resultado, tres hamburguesas y una pizza en cuatro comidas en Nueva York, una de ellas en el Paul’s Burger, de las mejores hamburguesas que he comido en mi vida.
El domingo nos coincidió con la famosa maratón neoyorquina, que se había cancelado por el huracán, pero la gente decidió hacerla de todas formas, y Central Park estaba hasta arriba de corredores. Era un día precioso y después de recorrer el parque desembocamos en Columbus, una plaza de las que ya te hacen sentir pequeñito en la City, tal y como te la imaginas. De ahí para abajo por Broadway, metidos de lleno en la vorágine. Las inundaciones en el metro mantenían la mitad de las líneas cortadas, y la confusión reinaba en los andenes, nadie sabía hasta donde circulaba cada tren ni los sectores que estaban operativos. De alguna manera llegamos a Brooklyn y regresamos a Manhattan cruzando el precioso puente a pie, mientras anochecía.
El lunes estrenamos nuestra City Pass subiendo al Top of the Rock, para apreciar las vistas aéreas en todas direcciones. Esperaba esto con gran interés y sin embargo no me impresionó demasiado, de hecho me gustó más la visión desde el Empire State de noche. Caminar por cualquier calle es interesante, todo te recuerda a algo y de repente desembocas en una esquina y sin darte cuenta estás en la tienda de Emanens o llegas al puerto y te encuentras el inmenso buque de guerra que está allí amarrado al lado de un submarino. 


De esta forma, sin pretenderlo, llegamos a Battery Park, un paseo delicioso por la orilla del río en la punta de la isla de Manhattan, desde donde salen los ferrys hacia State Island. Cada día hacía más frío que el anterior y el crucero por el río se convirtió en una lucha entre perder las orejas o seguir en cubierta, cámara en mano, retratando las vistas espectaculares de la ciudad y la Estatua de la Libertad. Fue genial ver Nueva York desde el agua después de haberla apreciado desde las alturas.


Las sombras de los rascacielos hacen que la noche caiga muy temprano sobre las calles, y a las 5 de la tarde ya es noche cerrada. Era día de elecciones generales en Estados Unidos, el Rockefeller Center estaba decorado para la ocasión, y había un ambientazo tremendo. Times Square era un enorme plató de informativos en directo, con los paneles luminosos actualizando constantemente los resultados electorales. Times Square de noche es algo que hay que ver. No vale con que te lo cuenten ni verlo en fotos, hay que vivirlo. Allí al lado está el museo de cera –Madame Tussauds- al que entramos un poco indecisos y del que salimos dos horas después alucinados, inmortalizados en cien fotos y con la boca abierta con el cortometraje 4D de los superhéroes Marvel.
Este museo me pareció imprescindible, sin duda uno de los top 5 de este viaje, junto con la impresionante juguetería Toy’s R Us y el Museo de Historia Natural. Quién me lo iba a decir, dos museos en mi top five. Cuando salimos, Obama había recuperado mucho terreno, ya estaban casi empatados y, finalmente, se llevaría la victoria otra vez.

Habíamos tenido unos días fríos pero soleados, y la previsión para el último era de lluvia garantizada. La lluvia fue nieve, y el viento la convirtió en una tormenta bestial que te colaba los copos en el cuerpo sin saber por dónde habían entrado. Caminar por las calles era una gincana, y nos refugiamos en el Moma para huir de la tempestad. Podría explayarme sobre la impresión que me generó este museo, pero simplemente diré que no me gustó. Nada. De hecho menos que nada, prefería haber vuelto a la inclemente tempestad al inútil esfuerzo de apreciar arte en un lienzo blanco de 2x2 con un marco negro plano. De seis plantas solo se salva la última y por contraste, las otras son tan malas que la sexta al menos te entretiene. ¿Pero qué se yo? El arte es para los artistas y yo estoy de camino a trabajar de voluntario en una granja en Nueva Zelanda.
La nieve había cuajado bien en las aceras y nos deslizamos patinando por la 5ª Avenida hacia la tienda de Apple y el piano de Big. Mi madre acumulaba copos, frío, resbalones y cabreo a cada paso. Su espectáculo en mitad de una calle luchando con el paraguas vuelto del revés no se me olvidará jamás. Qué crack. A ella esta ciudad la ha superado. Demasiado grande, demasiado compleja, demasiado diferente. A mí me ha encantado estar con ella, compartir esta experiencia, va a ser un recuerdo genial haber disfrutado estos días con mi madre y con mi hermana. Hoy se iban de compras por Nueva York, seguro que son felices.


El taxi ha venido a buscarme a las 5 de la mañana. Las calles estaban nevadas pero la tormenta había pasado. Llegué al aeropuerto sin problemas. La nieve ha provocado la cancelación de muchos vuelos, el mío incluido. En el mostrador me informan de que hay otro vuelo a San Francisco a las 12.30, así que me voy en ese. Comienza mi aventura en solitario. Ahora sí.