Rugby y hormigón

Después de dos días de mopa y detergente por fin fui requerido para menesteres más interesantes. El sábado vino el padre de Karl, un gigantón barbudo con los brazos como mis piernas, y más majete que las pesetas. Hoy íbamos a cubrir de hormigón la parcela que habíamos preparado a pico y pala la semana pasada, y mientras esperábamos a que su padre llegara con la hormigonera, Karl me dio una pequeña clase práctica con el hacha. Cogió un tronco de medio metro de diámetro y dos palmos de alto, levantó el hacha en vertical y le metió una pedazo de ostia –y no se puede emplear otra palabra- que abrió el tronco en dos por todo el medio. Otra similar y un monstruo de madera que a mí me hubiera llevado media hora el tío lo había destrozado de dos hachazos. Me explicó la técnica, bastante mejor que la mía claro, y también me confesó que llevaba cortando leña desde los 12 años. Y yo que ya me creía un leñador avezado.

Junto a la hormigonera llegaron 10 sacos de cemento de 40 kilos cada uno y un camión con una buena carga de tierra y piedras. A descargarlo todo tirando de riñones y empieza el espectáculo. La mezcla para el hormigón consiste en cinco partes de tierra y piedras, una de cemento y dos tercios de agua. A paladas en la hormigonera donde se junta todo a base de vueltas y su experto ojo sabe cuando echar más agua o más tierra. Mientras tanto yo cargaba la carretilla, una nueva que funciona de lujo, y a esparcirlo en la parcela. Las primeras veces el padre de Karl debió verme bastante torpe y desorientado porque me preguntó que si no había hecho esto nunca, y no daba crédito a mi negativa. Tampoco se creía que nunca hubiese cortado leña, de hecho cada vez que me encargan algo me preguntan si lo he hecho alguna vez y, como siempre es la misma respuesta, se descojonan.
Unas cincuenta carretillas después estaba todo cubierto y ya solo quedaba alisarlo, y ahí no me dejaron meter mano, entre los dos cogieron un tablón largo y lo dejaron como una balsa de aceite. Listo por hoy, a esperar a que se seque, que parece ser que lleva en torno a dos semanas para que se pueda medio pisar, y mucho más hasta que está realmente fuerte.

Había partido de rugby, Gales-Nueva Zelanda, y eso es sagrado. No le pillo mucho el punto al rugby, aunque desde luego me parece más entretenido que el criquet, y como aquí es casi una religión me puse a verlo con ellos. Nueva Zelanda tiene uno de los equipos nacionales más fuertes del mundo -sino el que más-, han sido campeones en dos de los siete mundiales que se han disputado hasta la fecha, ambos títulos logrados en casa. Solo con verles hacer la haka al principio de los partidos yo ya les daba por vencedores y me retiraba del campo. A Gales les metieron 33-10 y los galeses terminaron con 5 tíos lesionados y otro más con doce puntos de sutura en una ceja. Aprendí cosas curiosas entre tanto hincha como que para poder ser un All Black (integrante de la selección nacional) tienes que jugar en la liga de Nueva Zelanda, a los que se van al extranjero les está vetado este honor.
Tanta sangre en la tele debió activarme los sentidos porque al salir al jardín vi a la pobre cabra con la mitad de la cara de color rojo escarlata, y me acerqué a ver qué le pasaba. La muy bestia debió de meter el cuerno en la tierra o en la valla y al tirar para liberarse se lo arrancó de cuajo, y estaba sangrando como si viniese de una peli gore. No saltó demasiado la alarma porque el bicho parecía estar bien, así que un poco de agua y listo.
Para cenar sacaron un corderazo de su propio rebaño que habían liquidado un mes antes y que estaba guardado en el frigorífico. El propio Karl se encarga del degüello, algo a lo que no estoy seguro de querer asistir alguna vez, aunque reconozco que servido entre las patatas y las zanahorias estaba delicioso y ya no me daba tanta pena el animalito.