¿Dónde está mi 12 de noviembre?
Salí de los Ángeles rumbo a Auckland un 11 de noviembre, en vuelo
de 10 horas nocturnas a las Islas Fiyi, donde hacía escala, y cuando llegué
allí ya estaban en la madrugada del 13 de noviembre. ¿Y el día 12? ¿Dónde fue a
parar? No sólo eso, sino que salí de California en el frío otoño, paso por las
Fiyi con 30 grados de noche y llego a Nueva Zelanda en primavera. Es lo que
tiene atravesar la línea imaginaria del salto de día, ese meridiano en mitad
del Océano Pacífico donde tan pronto estás en ayer como en mañana.
En el vuelo a Fiyi me puse a rajar con un señor de Reno,
Nevada, que iba a bucear a las islas. Nos contamos nuestras vidas y me dijo que
a los neozelandeses no hay dios que les entienda, y a mí ya me costaba
entenderle a él, que era norteamericano. Ahí lo llevas.
En Fiyi te reciben a ritmo de ukeleles y banjos tocados por
unos nativos con camisas floreadas, estilo Hawai, pero es solo un truco para
amenizar la hora y media de cola que te comes en el mostrador del transfer. Una
pesadilla lo de los aeropuertos. Tres horas más sobre el océano y aterrizaba en
Nueva Zelanda, donde el papeleo fue bastante sencillo. Te hacen rellenar una
hojita con preguntas sobre si llevas alimentos, semillas, enfermedades
contagiosas y también si llevas material deportivo como zapatillas o botas de
trekking. Como contesté que sí a esta última me hicieron sacarlas de la maleta,
se las llevaron a una sala de máxima desinfección y me las devolvieron en una
bolsita nueva sin un solo ácaro. Después de eso, la libertad.
Así que tras unas 30 horas de vuelos, 20 de esperas en los
aeropuertos y unas 12 de carretera, ¡por fin he llegado a Auckland!
Auckland downtown
Después de arrastrar mi maleta por media ciudad e instalarme en el backpackers, me dirigí a la biblioteca pública a encontrarme con Vivian, una amiga china que había conocido un par de meses antes en un intercambio de idiomas por internet. Nos tomamos un café y ella volvió a su trabajo, citándonos para el día siguiente en un tour por la ciudad.
Yo me fui a patearme las calles del centro pero al salir de
la biblioteca estaba cayendo una jarra de agua que no se veía la acera de
enfrente. Estos tíos están muy preparados y acostumbrados a la lluvia, y las
calles principales tienen las aceras cubiertas, en plan modernito, con techos
de cristal. Me metí en un par de tiendas hasta que pasó el chaparrón, y al
salir de la zona de rascacielos estaba saliendo el sol. Y parece que es
habitual este asunto.
El centro es interesante, nada superlativo, unas cuantas
calles principales muy animadas, con muchísima gente asiática, varios edificios
altos entre los que destaca la torre de comunicaciones, y una zona portuaria
bastante agradable.
Unas cuantas fotos y vuelta al backpackers, a dormir como un
león, que falta me hacía.
Los alrededores de Auckland
Por la mañana mi amiga Vivian me recogió con su coche y me
llevó de gira por el exterior de la ciudad, una sucesión de playas y parques
entre los barrios periféricos. Auckland está rodeada por 48 volcanes nada
menos, inactivos por suerte, pero cuyos cráteres se aprecian bastante bien en
algunos sitios, aunque en lugar de lava y gases sulfurosos contienen verdes
praderas de césped y algunas ovejas pastando.
En cualquier dirección en la que mires aparece el mar, de un color azul turquesa precioso cuando le ilumina el sol, y muchas islitas en el horizonte cercano. Estuvimos paseando por Takapuna, Devonport, One Tree Hill, Mission Bay y Rose Garden, y me pareció un lugar muy vivible en su zona periférica, jardines y verde por todas partes, carriles bici, playas y tranquilidad. Muy agradable. También debe ser caro, según me dijo ella las casas de estos barrios no se las puede permitir un mileurista ni en sueños.
Después fuimos al museo Memorial War a ver una exposición de
la cultura maorí, y terminamos tomando un té chino en su casa con sus padres.
Un día excelente, en el que llovió cuatro veces, salió el sol otras tres, casi
se nos lleva el viento en una playa y en otra no soplaba ni una brisa. El
clásico día neozelandés.