El viernes siguiente una de las míticas comida-merienda-cena con el grupo de la Universidad. Todo un lujo seguir manteniendo la amistad doce años después de terminar la carrera. Tapeo, sobremesa, cena, copas y los garitos de última hora, a los que no entraría ni cobrando, y a los que me hacen pagar por entrar. Una velada formidable con una gente formidable a la que me siento muy unido.
El denominador común de estas despedidas fue el empeño generalizado en que me iba a Australia. ¡Que es a Nueva Zelanda! Ni kanguros, ni Cocodrilo Dundee, ni Hugh Jackman, más bien millones de ovejas, la jaca y Peter Jackson y sus hobbits.
Y el sábado siguiente, con la resaca correspondiente, comida familiar al estilo Navidad, con tíos, primos, cuñados, e hijos de estos y de aquellos, pero con la novedad de preparar la comida personalmente. Me hacía ilusión, de modo que me curré una empanada de atún y huevo, rissotto de jamon y champiñones, mejillones en salsa picante y albóndigas de bacalao, con una suntuosa tarta de manzana de postre, que en esta ocasión no fue obra maestra debido, digo yo, a tener la cabeza como un zeppelin por culpa del dulce licor dominicano de la noche anterior. En cualquier caso un éxito de crítica y público.
Hoy es mi último lunes en España, creo que estaba más nervioso la semana pasada, ahora más bien ardo en deseos de empezar. Me quedan papeleos varios por terminar y preparar un poco el viaje por EEUU. La radio ha anunciado un terrible huracán que azotará Nueva York esta noche, han evacuado a 400.000 personas y se esperan inundaciones y devastaciones importantes. Un clásico. ¿Qué sería de mis viajes sin una buena catástrofe natural?