La última semana

Estoy sentado ante mi puerta de embarque en el Aeropuerto de Barajas, más nervioso que nunca. Me voy a poner a escribir aunque solo sea para estar ocupado, y para sacar de alguna manera los mil pensamientos que inundan mi cabeza. En este, mi último día, Madrid ha amanecido con un cielo gris plomizo y bajo un aguacero despiadado.

La última semana ha sido de traca. Infinitas gestiones para dejarlo todo atado. Fui a Hacienda y después a la Seguridad Social para darme de baja de autónomos, gremio al que he pertenecido durante muchos años, un gremio devastado por la crisis, un gremio oprimido e incluso me atrevo a decir que perseguido. Todo el mundo sabe que a los funcionarios les han rebajado un 5% del sueldo y les han quitado la paga de Navidad, esto ha repercutido como campanas en la noche, pero mucho menos ha sonado la subida del 15 al 21% del IRPF que nos han cascado de golpe y porrazo a los autónomos, aquellos que se juegan sus ahorros y su vida para crear un negocio, aquellos que generan empleo, aquellos que, si no trabajan, no cobran. Llevo siete años pagando mis seguros sociales, mi renta, adelantando el IVA de unas facturas que no sé si voy a cobrar, y al terminar solo me queda un sello en un papel y un mensaje en el móvil confirmando la baja.
Ese mismo día recibí una carta del Gobierno conminándome a rellenar un formulario estadístico de cumplimiento obligatorio sobre mis actividades económicas de 2011. Un montón de preguntas sobre existencias, bienes, rentas, arriendos, y demás términos propios de contabilidad pura que a un autónomo freelance del medio audiovisual le superan, y que me hicieron perder toda una tarde para evitar la sanción económica con la que amenazaban.
Como ha sido imposible vender el coche, el último día lo dí de baja temporal a tráfico, tras hora y media haciendo cola y los correspondientes 8 euros por el sello. Después me fuí a la Seguridad Social con cita previa, para recoger el certificado de extensión sanitaria internacional que me habían dicho allí mismo que recogiera el último día antes de irme. Cuando llega mi turno me sueltan que eso no existe, que solo pueden hacerlo para Europa. Pido ver a la señora que me atendió hace tres semanas y me cuenta que no pudo haberme dicho eso, que debo estar equivocado. Seguramente aquel día le dije que me iba a Polonia en lugar de a Nueva Zelanda, no te jode. Menos mal que me había hecho el seguro privado con Mapfre desconfiando de la competencia pública.
Y el remate final: Bankia. Al intentar dar de baja todos mis activos me lo niegan porque las participaciones preferentes -que ni nos devuelven ni nos pagan los intereses- requieren una cuenta asociada que, además, conlleva un gasto de mantenimiento trimestral. Tócate los cojones. Doy de baja la tarjeta por la que me iban a cobrar 20 euros anuales y me echan de internet, ya no puedo acceder a mis cuentas por la web porque este servicio requiere una tarjeta asociada. Ladrones. Ladrones. Ladrones.
Para rematar mi cabreo quedé por la tarde con mi amigo más longevo, emigrado para su fortuna hace ya dos años, y nos clavan siete euros por un café y una tónica. Esto es anecdótico, pero fue la guinda de un último día en un país del que solo puedo citar a Antonio Muñoz Molina para terminar con mi terapia de desahogo: “No le quedaba nada de España, esa tierra de ingratitud y de envidias que condenaba al destierro a quienes se rebelaban contra la mediocridad”.