Aves de paso

Es un título duro, por lo que implica. Uno de los daños colaterales de viajar solo, sin rumbo fijo, errante. Nómada.
Me marché de la escuela de surf en el coche de la pareja de franceses, Nico y Marjo, junto con la chica americana, Kaylie. Los cuatro habíamos hecho excelentes migas y según pasaban los días redoblábamos confianza, llegando al punto mágico del vacile constante. Fueron tres días de volver a sentir la cercanía de un grupo de colegas, con los que te sientes bien y con los que te gustaría pasar mucho más tiempo. Pero al final cada uno tiene que seguir por su camino. Kaylie se quedó en Monte Cook, y Marjo y Nico me llevaron hasta Christchurch, donde nos despedimos.


En Christchurch tenía el contacto de una chica de Santander. No la conocía, pero tenemos un amigo en común en Wellington y el simple hecho de ser españoles en la otra punta del planeta ya nos conecta. Quedé con Irmana y sus amigos esa misma noche de sábado y nos fuimos a tomar unas cervezas. Una gozada volver a conversar en español, relajar el cerebro, hablar sin traducir, poder ser tú mismo porque tienes acceso a todas las palabras que quieres expresar. Al día siguiente volvimos a vernos para ir a ver una obra de teatro en un parque, y volvimos a juntarnos unos cuantos. Un chico boliviano majísimo, una chica argentina majísima y la chica de Santander. Majísima. Forman un grupo que me produce cierta envidia sana, al verles llevar una vida asentada en la que son su propia familia.
Me gusta mi rollo viajero de no dejar de moverme, de experiencias nuevas cada semana, conocer gente diferente, andar de un sitio para otro y no parar de descubrir. Pero hay veces que es duro y cansado, y cuando tienes tus pequeños momentos de nostalgia lo que más se añora es la cercanía humana. Poder sacar el móvil del bolsillo y quedar en cinco minutos con tu colega para tomar una birra y deciros las burradas ofensivas de toda la vida, y que siempre provocan unas risas.
La rutina me mata, me aniquila. Por eso sé que solo son flashes pasajeros de melancolía. En seguida estoy haciendo nuevos planes que siguen llenándome la cabeza de ilusión y de entusiasmo y que pesarían mucho más que la añoranza si me asentara en un solo lugar. Todavía no. Todavía queda por disfrutar de esta increíble etapa de libertad absoluta, de tomar decisiones sobre la marcha, de abordar cada semana un destino incierto y convivir con nueva gente desconocida.


Ahora estoy en casa de Tony, un neozelandés de 55 años que vive con su perro de tres patas en un acantilado con vistas al Océano Pacífico. La propiedad es enorme, y la casa espectacular, pero aquí hace falta una mano femenina como el comer, o cinco ayudantes como yo. Hay trabajo para aburrir, especialmente en el jardín. Mis tareas hasta el momento han sido cubir el patio de gravilla, fumigar el bosque -más bien la selva- y recopilar toda la leña que iba encontrando por la parcela. Como es gigantesca Tony me enseñó a manejar el quad en medio minuto y por fin he podido motorizarme a los mandos, después de varios tanteos como paquete.
Y por las tardes relax absoluto. Me tiro en una de las tumbonas del porche con mi libro en inglés e intento exprimir mi escaso cerebro disponible para dar cabida a nuevas palabras con su correspondiente maldita fonética. Es un buen sitio, muy agradable para pasar unos días. Pero el cuerpo ya me está pidiendo acción otra vez, movimiento. Con tanto tiempo libre se me colapsa la mente con nuevas ideas, y el Dr. Google está siempre atento para avivar las llamas de la imaginación.