Surfing!

El surrealista episodio de autoestopismo


Otra vez con el dedito extendido. Y no es por vicio, es que hay ciertos lugares a los que no llega un solo autobús, no hay otra manera de acceder que en barco o coche, y el mío está aparcado a 20.000 km de aquí. Así que me pongo a merced de la caridad humana. Una hora de espera sobre el asfalto, hasta que por fin paró un amiguete. Un titán, diría yo. 
El mismísimo Al Bundy, el más grande entre los grandes. El actor que también hace de abuelo en Modern Family, en otra interpretación magistral, pero para mí siempre será Al Bundy, el mítico vendedor de zapatos de Matrimonio con Hijos. El colega se llamaba Paul en realidad, pero su parecido con el actor Ed O´Neil era espectacular, con su misma pachorra, los andares y las caras de quedarse pasmado. Un granjero ya retirado, con seis hijos y muchas vacas. Cuando me recogió paró el motor y nos quedamos diez minutos en el arcén mientras se terminaba el pastel de carne que se estaba zampando, y rebuscaba en los entresijos de su memoria las palabras de español que un día aprendió en la escuela nocturna. El tío estaba encantado con sus chapurreos, y yo le daba coba hablándole bien alto y claro, para que se viniese arriba.

Daba la casualidad de que Paul tenía que ir también a Curio Bay, mi destino final, pero no inmediatamente, sino por la tarde. Primero pasamos por su granja. 700 vacas en no sé cuantos acres me dijo que tenía, pegaditos al mar. Allí estaba su mujer, que me ofreció una bebida y sacó unos bollitos caseros, y el propio Paul me dio la mitad de su bocadillo vegetal para comer. Remarco que nos habíamos conocido media hora antes mientras hacía autostop en la carretera entre Invercargill y los Catlins, en el extremo sur de la isla sur de Nueva Zelanda. Más allá solo está la Antártida.

Paul me pidió que saliera con él a echarle una mano con un par de trabajillos que tenía que hacer con sus vacas antes de irnos. Como un dejavue de mi etapa en la granja deHawkes Bay, me vi de nuevo montado en el quad, con un perrito de tres meses llamado Jake subido en mis piernas, reuniendo el ganado para trasladarlo de un campo a otro. Paul conducía, me aparcaba a un lado del prado, me daba una vara para parecer más grande, y me mandaba avanzar desde la retaguardia mientras él presionaba con el quad por los flancos. De esta forma íbamos pasando las manadas de vacas de prado en prado.
En uno de esos viajes me preguntó por mis planes para la semana siguiente, cuando terminase mi trabajo en Curio Bay, porque quería tenerme en su granja unos días de ayudante, si me interesaba. Le dije que bueno, que ya veríamos, que me pillaba así un poco flipando con el asunto. 

Subimos al coche con su mujer, y de camino me pararon en una playa con un faro, Wapipapa Point, para enseñarme los leones marinos que andan allí tirados al sol, y tú te paseas por la playa, su playa, con los bichos a siete metros escasos echándose arena por el lomo. Y una vez llegados a Curio Bay me preguntan que dónde me dejan, les digo la dirección y resulta que su casa de veraneo está a veinte metros de la mía. Ahora somos vecinos, aunque en un par de días se vuelven a la granja. Me dio su teléfono, quedamos en llamarnos y me quedé en el jardín de la casa de Nick, mi anfitrión para esta semana.


La escuela de surf


Pues resulta que me puse en contacto con Nick porque me atraía mucho este lugar, los Catlins, famosos por el avistamiento de fauna marina, especialmente delfines y pingüinos. Su escuela de surf parece ser que es bastante popular, y al primer e-mail me contestó que estaba hasta arriba de helpers para todo el verano y no había sitio para más. Como había visto en su web que hacían algunos trabajos de filmación volví a la carga ofreciendo mis expertas habilidades fílmicas. Se interesó ipso facto, y me propuso quedarme una semana a cambio de montarle el vídeo de su escuela de surf. Perfecto. En lugar de pala y carretilla, ordenador y surf a cambio de alojamiento y cenas.


El tema es que mi portátil es un poco más que un notebook, pero no deja de ser una cafetera, ni de coña sirve para editar video, y mucho menos en alta definición. Tras un tira y afloja en el trato finalmente quedamos en que podía usar su Mac Book Pro si yo me encargaba de instalar el software. Software que no tenía, claro. Como todavía estaba en la casa de Queenstown con internet de alta velocidad me descargué todo lo que encontré “gratuito” para Mac, y le puse un par de velas a San Pancracio para que fuese suficiente.
Trabajaría y viviría en mi propia casita, un apartamento en una parcela aledaña, totalmente independiente, con su saloncito, cocina y dormitorio. Genial. Segunda línea de playa, en la bahía Porpoise, un lugar espectacular. Tengo que suministrarme desayunos y comidas por mi cuenta, pero la cena es en familia, con Nick, su novia japonesa y algún woofer más que hay por aquí.

Esa primera noche me dijo que si quería acoplarme a la clase de surf del día siguiente. Ya te digo, como un clavo me vas a tener ahí. ¿A las 9? Mejor ven a las 8, y me ayudas a prepararlo todo. Y así fue, a las 8 am estaba cargando tablas de surf bajo el brazo desde el cobertizo del jardín hasta la playa. Mi primer escarceo con el paracaidismo fue en Cairns, en inglés australiano. Mi primera clase de buceo también en Australia, y ahora recibía mi primera clase de surf en neozelandés. Cojonudo. Aquí al menos es más difícil morir por no haberte enterado. Éramos doce en el grupo, de pie en la arena, atendiendo con los cinco sentidos mientras Nick nos ilustraba en los pilares básicos del surf. Gracias al neopreno las malditas sandflies no nos devoraban vivos, y aún así había que enterrar los pies en la arena para que no te los comiesen.


En diez minutos ya estábamos a remojo. Hora y media de práctica en la que conseguí mantenerme en pie dos o tres veces como mucho. Más torpe no se puede ser. Y para colmo había un tío grabando imágenes para mi vídeo, el que tengo que montar, y ahora me veo cada día haciendo el paria y cayendo de la tabla una y otra vez. Y en HD. Lecciones de sur en una playa brutal con animales en libertad. Mañana voy a intentar meter mano en la grabación, porque aquí hay potencial de medios y de imágenes, pero hay que organizarlo. 

Los delfines nadaban por allí tranquilamente, casi al alcance de la mano, colándose entre nuestras tablas mientras esperábamos las olas. Momentazo para enmarcar. Se les puede ver a cualquier hora del día, a escasos treinta metros de la orilla, con su aleta dorsal redondeada sobresaliendo mientras nadan. Son los delfines Héctor, los más pequeños del mundo, una especie de la que solo quedan 4000 ejemplares, todos ellos en las costas de Nueva Zelanda.