La ciudad de la aventura


Mi ángel de la guarda debe de ser adicto al trabajo. O sencillamente es que tengo buena suerte, o una flor en la baja espalda, o como quiera llamarse.
En Queenstown he recalado en otra familia extraordinaria. Es cierto que me curro bastante la búsqueda de los sitios a los que voy, siempre hago un minucioso proceso de selección, pero es imposible prever la calidad humana de las personas. Y es ahí donde interviene mi buena estrella, porque ésta es ya la quinta casa en la que trabajo como helper, y cuatro de ellas han sido sobresalientes. La otra ni siquiera llegó al suspenso, fue un simple aprobado raspón.
Pero no todas las casas son un diez más dos. Unos amigos españoles que conocí en la isla norte decidieron probar como helpers después de escuchar mis buenas historias y salieron escopetados entre gritos e insultos de la única casa en la que han estado. Otra pareja de Madrid trabajaba más de seis horas diarias a pico y pala y con un trato bastante brusco. Mi experiencia ha sido todo lo contrario, por eso lo voy contando y aconsejando por ahí, pero está claro que hay de todo. La suerte interviene y la mía de momento, es excelente.

Kate es inglesa y Phil, su marido, neozelandés. Tienen dos hijas pequeñas de 7 y 3 años y una casa preciosa en Kelvin Heights, una península al otra lado de Queenstown, en el lago Wakatipu. En el jardín hay una casita rural anexa a la vivienda familiar, completamente independiente, con baño, cocina, cama de matrimonio, techo de madera y un balconcito exterior. Ese es mi espacio, esa es mi casa. 
A los cinco minutos de mi llegada ya me habían dicho que hiciera mi vida como quisiera, con total libertad. Me enseñaron donde estaba la comida, los platos, todo lo que pudiera necesitar, y acuñaron el clásico “help yourself”, que significa sírvete tú mismo cuando quieras. Hasta me dijeron la misma frase con la lavadora, lo cual ya es pasarse, porque cuando he ido a lavar la ropa me he encontrado más botones que en el Apollo XIII. He tardado media hora en conseguir que se ponga en marcha pero por lo menos no he teñido toda mi ropa de naranja.
Phil me cuenta el trabajo que voy a hacer, yo se lo repito para comprobar que lo he entendido, le dedico 3 o 4 horitas intensas de riñones, brazos y espalda, y después tengo todo el día libre. Paso las mañanas con mis inseparables pico, pala y carretilla, y una nueva y muy especial amiga: la encantadora barra de hierro, una tonelada y media de metal terminado en filo para cavar a lo bestia, llevándote todo por delante.
También he tenido un bonito idilio con la sierra eléctrica, lo cual es todo un progreso en mi evolución rural después de superar con matrícula la siempre difícil asignatura del hacha. Sierra en mano cogía un tronco bien gordo de la pila de leña, lo ponía encima del banco, mi pie encima del tronco, y apretaba el gatillo para dividir el leño en secciones aptas para la chimenea. Bastante genial, siempre y cuando consigas mantener tu pie alejado de la cuchilla. Por si acaso yo utilizaba el izquierdo, que solo me sirve de apoyo cuando saco los córners.



Queenstown

 

Como estamos en temporada alta había tenido que alquilar el coche por un mínimo de tres días, de modo que disponía de él aquella primera tarde en Queenstown, y lo utilicé para recorrer la espectacular carretera de Glenorchy. Bordeando el lago durante 50 km, en una tarde de nubes y claros que provocaban tal juego de colores en el agua que lo más normal hubiera sido terminar estampado de tanto mirar por la ventanilla. 


Por suerte no había mucho tráfico, y tras devolver el bólido me fui a pasear por Queenstown, la ciudad de los deportes de riesgo. A pesar de su carácter turístico no deja de tener un encanto muy especial, rodeada de altas montañas y con el lago como centro y referencia.
Desde el primer día quería subir al Skyline Gondola, la estación deportiva en lo alto de la colina donde siempre están sobrevolando los parapentes. El ticket del telesilla costaba 26$, ¿están locos? ¡teniendo piernas! Me hice a pie los 500 metros de desnivel en una hora de ardua subida, agradecido de que, por una vez en estos días, no hiciera sol. Allí arriba hay una especie de parque de atracciones de los deportes de aventura. Si te gusta el riesgo y tienes pasta este sitio alberga todas las posibilidades imaginables: paracaidismo, puenting, parapente, tirolinas, bicicross, rafting, esquí acuático, y una especie de patines con manillar para bajar por un circuito a toda velocidad.

A falta de crédito me dediqué a hacerle fotos a la gente. Unas chicas californianas estaban haciendo puenting, dos de ellas saltaban y otra las animaba en la distancia e inmortalizaba el momento. Me enseñó la foto, yo sonreí, y le enseñé la que había hecho yo, del mismo salto y desde el mismo sitio. Oh my God, oh my God, y desde ahí todo gritos llamando a su amiga, la que había saltado, para que viniese a ver la foto. Cuando ésta llegó y vio su foto se volvió medio loca y me agarró del brazo para que no me fuera, haciéndome jurar que se la mandaría por email. Que sí hombre que sí, no seas brasas, pero tu amiga también te ha hecho una foto en el mismo momento y desde el mismo sitio que yo. Ah! Espera, es que a lo mejor eso del audiovisual es algo más que darle al botón de grabar.
Debería montar un negocio clandestino. Los del puenting tienen su propio fotógrafo, que cobra 20$ por tu foto haciendo de superhéroe. Yo podría colocarme unos metros más allá, detrás de un arbusto, atraer a la gente que ha saltado, enseñarles su foto en mi cámara, y vendérsela a 10$. En un solo día me hago de oro, siempre que no me pillen los del puenting, claro, y me inviten a saltar, pero sin cuerda.