Por la tarde me he ido con la bici, esta vez a Bream Bay, playón
infinito en el que no había ni un ser humano a la vista. Estaba ya en el séptimo sueño de una deliciosa
siesta playera cuando me despierta a voz en grito un tipo aparecido de la nada,
y me dice que me vaya a pescar con él. Todavía estoy empanado de la siesta pero
le digo que sí, que vale, y nos montamos en su todoterreno para volar por
la arena hacia una zona igual de desierta pero mejor para pescar, según me cuenta
mi nuevo e inesperado colega.
Steve, neozelandés, 40 años, padre a los 18, casado desde
entonces, pintor hasta los 30 en la empresa de su primo y dueño de su propio
negocio de pintura desde hace 10 años. Y le debe ir de cojones, porque su
todoterreno cuesta 60.000 dólares, tiene una casa de vacaciones en Paihia con
su propio amarradero y se ha dado el capricho de autoregalarse un “torpedo” por
Navidad. Como su propio nombre indica, el torpedo surca el agua bajo la superficie marina arrastrando
una cuerda de nailon a la que se enganchan los anzuelos.
Le ayudo a montar el dispositivo poniendo un trozo de pescado crudo en cada garfio, y después me pide que controle la velocidad de la cuerda mientras él suelta el aparato en el agua. Lo deja una hora en lontananza con su banderita naranja como un puntito invisible, y mientras esperamos nos contamos nuestras vidas. Alucina con que vaya solo por el mundo, él se considera incapaz, y yo alucino con que me haya despertado en mitad de una playa desierta, me meta en su coche, comparta la mitad de su almuerzo, me cuente sus preocupaciones vitales y me pida que conduzca su coche de 60.000 dólares para alejarlo del agua, porque está subiendo la marea. Termina ofreciéndome curro de pintor en su empresa.
Devolvemos el torpedo a tierra y le ayudo a quitar todas las
algas adheridas a la cuerda. Recojo los anzuelos y cuando destripa a los dos
únicos peces que hemos trincado me pide que les meta los dedos en la boca y me
los lleve a lavar al mar. Hecho.
¿Quieres irte ya o hacemos otra tirada? Yo estoy guay, por
mí genial. En esta pescamos seis hermosuras de floenders (platijas, y esto se lo he tenido que preguntar al Dr. Google, claro), y cuando terminamos de recoger
todo el chiringuito está lloviendo con ganas. Metemos mi bici en la nave
espacial y me deja en la puerta de casa, con un pescado de medio metro en cada
mano.
Alice, la mujer de mi casa, no da crédito. Sale a darle las gracias por traerme -estaba preocupada por mí-, y según entramos a la cocina me urge a que le cuente la historia de cómo han llegado esos dos pescaditos a su nevera. Cosas de Nueva Zelanda, le digo.
Los cocinamos al horno en la cena del día siguiente, donde además tenemos tres invitados ingleses, que se deshacen en alabanzas hacia mi deliciosa aportación gastronómica y pericia en las artes pescatorias. Yo solo estaba echándome una siesta en la playa, señora.
Alice, la mujer de mi casa, no da crédito. Sale a darle las gracias por traerme -estaba preocupada por mí-, y según entramos a la cocina me urge a que le cuente la historia de cómo han llegado esos dos pescaditos a su nevera. Cosas de Nueva Zelanda, le digo.
Los cocinamos al horno en la cena del día siguiente, donde además tenemos tres invitados ingleses, que se deshacen en alabanzas hacia mi deliciosa aportación gastronómica y pericia en las artes pescatorias. Yo solo estaba echándome una siesta en la playa, señora.