Backpackers


El tramo de la carretera número 1 entre Christchurch y Dunedin es lo más feo que he visto en Nueva Zelanda hasta la fecha. Terreno plano sin un solo sobresalto geográfico que bien podría trasladarse a una carretera de la Mancha entre Cuenca y Albacete. Ponle un par de molinos y te puedes traer a Don Quijote que ni se entera del cambio. Y cada equis kilómetros parón por las obras. La Mancha. Total. No volverán a verme el pelo por aquí.

A partir de Oamaru la cosa mejora. Esta población es famosa por sus colonias de pingüinos. Si llegas al anochecer genial, pero como eran las 3 de la tarde yo solo vi focas en la playa. Los otros bichos se pasan el día en el mar y solo vuelven a tierra un par de horas antes de la oscuridad. Tampoco tenía tanto interés, así que decidi seguir marcha. 


El paisaje se hace mucho más interesante tomando las pequeñas carreteritas secundarias que serpentean pegadas al mar hasta llegar a Dunedin, una ciudad que promete, dentro de lo escasamente interesantes que suelen ser las ciudades de este país. En cualquier caso no puedo decirlo, porque no me dio tiempo más que a buscar alojamiento, como siempre, en un backpackers.

Ese pequeño universo que se convierte en tu hogar itinerante cada día. Durante estos tres meses he dormido, cocinado –y a veces vivido- en todas sus variantes. Cuanto más pequeño más agradable será, más familiar, menos ruidoso, más un hogar y no un hotel. Cuanto más alejado del meollo de una ciudad más te sentirás como en casa.
Su traducción literal es mochileros, una fiel descripción de la realidad. Grandes mochilas en lugar de maletas, pucheros de arroz hervido en lugar de platos a la carta, habitaciones con literas para seis personas, duchas y baños compartidos. Predomina la gente joven -más joven que yo sin lugar a dudas-, el buen ambiente y la camaradería.

Algo que me llamó la atención desde el principio fue el carácter mixto de las habitaciones. De hecho llevo varias noches seguidas siendo el único varón de mi cuarto. El de Dunedin lo regentaba un español de Barcelona llamado Domingo, y en recepción te atendía Jasmina, otra catalana encantadora. Después de intercambiar experiencias, dimes y diretes, sencillamente pedí la cama más barata, y a las 11 de la noche y con las luces ya apagadas, la habitación para cuatro sólo la ocupábamos una japonesa y yo. Asumo perfectamente la autopista de perdición en la que me meto con este tema, dando rienda suelta a las mentes calenturientas. Mi única intención es expresar la gratísima sorpresa que me ha supuesto encontrarme con un carácter tan liberal en los alojamientos, donde no hay sexos opuestos, tan solo personas que duermen en la misma habitación.
A las 11.05 se encendió la luz y apareció Megane, una canadiense de rasgos asiáticos que llegaba a última hora. Eso ya me pareció más normal, hasta la fecha a veces he compartido habitación con una sola persona, pero siempre varón, no creo que llegue a darse el caso de que un hombre y una mujer desconocidos duerman en solitario en el mismo espacio. Supongo que, para ella, tal vez, no sería del todo cómodo. Digo yo.

El mejor backpackers en el que he estado fue el Tasman Bay de Nelson. Bicis gratis, wifi gratis, café, té y delicioso puddin de chocolate caliente con helado todas las tardes a las 8. No llegues tarde que se acaba. Pero lo que se le pide a estos sitios es limpieza y buen trato, y ahí es donde entran en juego los huéspedes, el cliente. En los sitios pequeños la gente se comporta de manera responsable. Somos como una familia y todo el mundo se preocupa de fregar y secar sus platos y pucheros, y de tenerlo todo relativamente ordenado. En los grandes alojamientos de mochileros lo más normal es ir a coger una sartén y encontrártela llena de spaguettis resecos.

Llevo dos días en Te Anau, la puerta de entrada a las rutas de Fiordland. He venido aquí a descansar –manda huevos- un par de día antes del Milford Track, y decidí alojarme en un backpackers pequeño y alejado de la ciudad. Eso me supuso acarrear mi maleta y mochila durante 2 km por el arcén de la carretera, pero verdaderamente vale la pena. Cada vez que llega alguien nuevo los dueños te lo presentan, y te introducen a ti por tu nombre y nacionalidad. Se acuerdan de todos. Eso no pasa en los grandes. Aquí la gente ve películas en grupo, hay conversaciones viajeras y sana convivencia internacional. Te sientes bien. A gusto.
Es un mundo peculiar al que hay que coger el punto para disfrutarlo. Se convierte en parte de tu viaje. Y, en cierto modo, en tu pequeño hogar.