Océano, glaciares, lagos y montañas

Tenía dos días para llegar de Nelson a Queenstown. Doble autobús a precios de temporada alta que me llevaron a plantearme alquilar un coche por un poco más de dinero y, de hecho, a proceder. Unos 800 km que pueden hacerse por vía rápida por el lado derecho de la isla, o duplicar las horas al volante conduciendo por la costa oeste, con los Alpes de Nueva Zelanda a la izquierda y el embravecido mar de Tasmania a la derecha. No hay debate.


Cuando la carretera es el propio objetivo del viaje desaparece el cansancio que provocan los kilómetros. A pesar de la lluvia constante los paisajes son espectaculares. Bosques y desfiladeros primero, después la llegada al mar, luego los glaciares y, más tarde, el paso entre las montañas y los lagos.
En las Pancakes Rocks de Punakaiki me encontré a la pareja de alemanes de la ruta Abel Tasman y a una holandesa con la que había hecho amistad en Nelson, bautizada como Katinka von Russom, nada menos. Un contacto así le da glamour al móvil. En cualquier caso, pañuelo de mundo. Tras los saludos correspondientes una vuelta por estas curiosas formaciones rocosas, que me sorprendieron más de lo esperado, tal vez por la potencia con la que el mar rompía sobre ellas, como cañonazos contra las rocas.
Y a partir de ahí el deleite. Ya no podía dejar de parar casi en cada curva cuando empezaron a aparecer los picos nevados de los Alpes del Sur, escenario constante en El Señor de los Anillos. Por más que miraba al cielo no era capaz de ver la nube que descargaba tanta lluvia sobre mi coche, y al mezclarse con el imperante sol de la tarde creó un arcoíris tan nítido, tan completo, tan perfecto, que parecía que podías llegar al lugar donde se unía con la tierra, allí, a escasos cien metros de la carretera, y coger los siete colores con tus propias manos. No sé cuando salí del coche pero solo me di cuenta de que me estaba empapando cuando un hombre a caballo se paró a mi lado a comentar el espectáculo y hacerme notar que aquello bien valía un resfriado. A él y a su caballo también les daba igual mojarse, así que nos quedamos hablando -los tres- sin dejar de mirar hacia delante.


Con el sol oculto tras las montañas llegué a Franz Joseph, el pueblecito a los pies de uno de los glaciares, y encontré alojamiento sin demasiada dificultad. Antes había hecho un intento de pernocta en un B&B, donde todavía tienen las huellas de mis neumáticos al arrancar cuando me dijeron el precio.
Para la excursión tenía que elegir por falta de tiempo, y me decanté por el glaciar Fox. Media hora caminando hasta llegar al punto donde solo los que han pagado pueden acceder cerca del hielo, e incluso sobre él. Lo malo de haber estado en algunos sitios muy espectaculares es que cada vez eres menos impresionable. El glaciar Fox es bonito, e imagino que si puedes permitirte los 300 $ del helicóptero para subir a la cima debe ser algo memorable, pero después del Perito Moreno no creo que haya ningún glaciar en el mundo que me deje con la boca abierta otra vez. El glaciar Fox es grande, está bien, pero no tiene esos colores tan increíbles, no suena, no respira. No está vivo.


Muy cerca de allí se encuentra el lago Matheson, conocido también como el lago reflectante, donde puedes ver duplicado sobre la superficie el mítico Monte Cook, en uno de los tres días del año en los que el cielo debe de estar totalmente despejado en esta zona y no sopla el viento para mover la superficie del lago. No era ese el día en que yo fui, pero aun así el lago tiene un paseo que lo rodea bastante bonito. Pacífico, tranquilo y bonito.
Y desde ahí ya solo carretera, porque había quedado con mi nueva familia de Queenstown en llegar a su casa sobre las 8 de esa tarde. Viable, en teoría, por la hora y la distancia. Pero hay que contar con el factor Isla Sur, y en especial con el paso Haast. 100 km de paso de montaña por una carretera antológica que concluye en Wanaka con el lago del mismo nombre a la derecha y el lago Hawea a la izquierda.


Llegué tarde, por supuesto. En 100 km había hecho unas 30 paradas, 150 fotos, 300 blasfemias y unos cuantos memorandus al Altísimo y su divina inspiración en el día de la Creación.