El espíritu Aloha

Hawaii es tal y como lo imaginaba. Una especie de paraíso en el que me gustaría quedarme a vivir. Playas, palmeras, surf, vóley, ambientazo, gente de todos los tipos y colores. Y un clima perfecto. Es como estar siempre de vacaciones.


Llegaba fundido de Nueva Zelanda. Psicológicamente agotado de tanto viajar, de moverme, de cambiar de casa, de amigos y de familia cada semana, de no deshacer la maleta en 6 meses. Del inglés. Necesitaba parar y estabilizarme. Pero no iba a pasar por Hawaii sin verlo, ¿no? Como mínimo me daría un garbeo por la playa. Así que pensé: puedo intentar buscar la estabilidad que necesito en Hawaii. Asentarme allí.

El autobús no da cambio y me tima 3 dólares, un borracho me grapa en el trayecto y al llegar al hostel pasada la medianoche me dan la litera de arriba. La de abajo está tapada con sábanas y toallas a modo de cortinas, y los tapones de los oídos me quitan el ruido pero no los meneos de la cama cuando los ocupantes pasan de los preliminares verbales a la acción fornicadora. De momento, estabilidad poca.

Por la mañana salgo a la calle y es casi amor a primera vista. Palmeras por todas partes. Colorido. Música de ukulele. Me encanta la iconografía, el rollito Aloha, los temas con flores, la tipografía, los colores. Todo. Me encanta la gente con la tabla del surf bajo el brazo, descalzos. Muchísima juventud. Multiracial. El color del agua del mar. Azul cian, parece de mentira. Hay surfistas hasta donde te alcanza la vista. Es Waikiki Beach. 


El primer paso para estabilizarse es encontrar un trabajo. En tres semanas hago cuatro entrevistas, todas relacionadas con mi sector, y me ofrecen los cuatro puestos. El delicado punto del permiso de trabajo se convierte en denominador común y barrera infranqueable. En la tercera, con un importante productor de TV, la sinceridad es descorazonadora. Tienes exactamente el perfil profesional que estoy buscando. Podrías empezar a trabajar inmediatamente, pero el permiso de trabajo es inviable. Mi consejo es que te cases con una americana.

El ostión de realidad me pegó de revés. Contaba con que fuese difícil, pero no imposible. Contaba con la burocracia, pero no con la prohibición. Evidentemente hay trabajo. No para los de fuera. No los quieren en EEUU, da igual que hables el idioma, que estés cualificado. Si estás cualificado menos aún. Todavía si vas a barrer el suelo pueden hacer la vista gorda. El gobierno no te quiere en su país, eres malo para las estadísticas. Desde el 11S las medidas de control de extranjeros se endurecieron aún más, y ahora las empresas tienen que pagar más dinero por contratar emigrantes y, sobre todo, responder ante Inmigración sobre por qué te contratan a ti, extranjero de mierda, antes que a un americano.

Apesta. El mundo apesta. Somos tan marionetas. Tan insignificantes, tan números. Una de las empresas llevaba un año buscando un tío que le desarrolle el departamento audiovisual, y no lo encontraron en Hawaii. En un año. Y pusieron un anuncio en internet para encontrarlo. Y llegué yo e hice la entrevista con ellos. ¿Hablas el idioma? Sí. ¿Tienes las cualidades profesionales? Sí. ¿La empresa te quiere? Sí. Da igual. Fuera. No me vales para la estadística. Podría haberme quedado trabajando en negro. Chupado. Trabajar un rato y viajar por Hawaii. Así tres meses. Pero lo que yo buscaba era estabilidad. Dejar de dormir en hostales compartiendo cuarto y ducha con seis manolos, empezar a conocer gente, tener un grupo de amigos, comenzar una nueva vida.

Vete a tu país a trabajar.
Soy español, ¿recuerdas?