Kaikoura


“El woofing es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te puede tocar”. Acuñada por mi amiga Marjo, rememorando al filósofo Forrest. Woofing es lo mismo que HelpX, trabajar en casas y granjas por comida y alojamiento. Ella y su novio Nico son los franceses que conocí en la escuela de surf, y acaban de salir por pies de una casa en la isla norte. Iban para dos semanas y se han marchado a los tres días.
Yo suelo escoger mis woofings por distintas razones. Unas veces por lo que me pueda aportar la experiencia, otras veces porque hay más woofers y me apetece conocer gente, y otras porque quiero visitar un lugar en concreto. Aterricé en Kaikoura porque es la única zona de la Isla Sur que me quedaba por explorar, y todo el mundo me había dicho que era un pueblecito de playa encantador. 


Me busqué una casa donde poner en práctica mis demandadas aptitudes de jardinero, y me instalaron en un apartamento adosado al garaje, con mi cama gigante, saloncito y una nevera llena de comida, pero sin cocina y sin baño. Así que para esos menesteres tengo que cruzar los veinte metros de jardín hasta la casa familiar. No es que sea un gran inconveniente, pero ahora tengo cervezas en la nevera –por fin- y a las 5 de la madrugada no me apetece vestirme y caminar en la oscuridad para echar una caña. ¿Qué haría McGiver? Fabricarse un meadero con desagüe exterior a base de pajitas de los refrescos. ¿Qué hace un mundanal español? Vaciar el bidón de leche en una jarra y usarlo como orinal. Cinco usos exactos. Excelente.
Mi relación con la familia se reduce a Robyn, la señora de 72 años que me encarga los trabajos. Muy relajados. Un día le pinté el porche -de negro las vallas y de verde las vigas- otro día desatasqué los canalones que estaban llenos de hojas y ramas, y cuando se puso a llover y no podía hacer nada en el exterior me mandó al restaurante de su hija a echar una mano. Para una casa en la que no me había tocado fregar. Toma. Y lo malo es que lo había pedido yo, empeñado como estoy en probar cosas nuevas de todos los colores. Me hacía ilusión entrar en la rebotica de un restaurante y ver cómo funciona por dentro.
Evidentemente no me llevaban allí para hacer tortillas. Fregué más cacharros que en toda mi vida junta, pero la verdad es que se me pasaron las horas volando y fue una experiencia bastante interesante. Por novedosa, supongo, ya imagino que una semana seguida de fregar doscientos cacharros en tres horas no me resultaría tan grata. Lo mejor fue echarle un ojo al trabajo del chef, un chico joven y poco hablador, con gran capacidad para sacarlo todo adelante él solito sin el menor estrés. Mi momento estrella fue cuando me pidió que le echara una mano rellenando los platos de carne con la guarnición de patatas. Qué fácil es a veces ser feliz.
Poco a poco me he ido adaptando al extraño entorno y ahora me encuentro más feliz que una perdiz. Dexter ha vuelto a mi vida con fuerza y alegría, especialmente en los días de lluvia, y cuando el tiempo acompaña suelo quedar con Juan, un chaval de San Sebastián que anda trabajando con una beca en este remoto lugar del universo. Con él y con Jacqueline, su compañera de piso americana, pasé el día de San Patricio en los bares de Kaikoura, en una buena velada cervecera. Porque la verdad es que este pueblo no tiene mucho más que eso. Una calle llena de bares y restaurantes en ambas orillas de la carretera, los tours de avistamiento de ballenas y para de contar. Las montañas a un lado y el mar a otro, lo cual le vale el apelativo de encantador en los días soleados. Si además tienes la suerte de que haya nieve en las cimas la postal es preciosa.