Entre delfines

Recuerdo que tenía mis dudas respecto a este lugar. Estuve a punto de cancelarlo, algo me daba mala espina y tenía otra oferta en una casa en las montañas. Tal vez fueran las escuetas contestaciones que recibía a los mails, sin respuestas concisas, sin referencias claras de las fechas de mi estancia ni los términos del acuerdo. Como desinterés. Pero se trataba de pasar una semana montando el video de una escuela de surf en lugar de cavar zanjas en un jardín o cargar piedras en una carretilla. Así que decidí venir, plantarme de nuevo sobre el ingrato asfalto con mis maletas y hacer autostop para llegar a la remota región de los Catlins. En buena hora.

Hacemos surf todos los días. Supongo que se puede decir así, pero la expresión correcta en mi caso sería que todos los días intento subirme a la tabla y mantenerme en pie al menos unos segundos mientras una ola me arrastra hacia la playa. Después de mi primera clase debería haber seguido entrenando por mi cuenta, como los demás, pero Nick me ha llevado a dos clases más. Yo creo que me ha tomado como su proyecto personal. Hay días que me dedica más tiempo que a la gente que está pagando la clase. Debo de ser como un reto para él, como profesor de surf va a conseguir que suba a esa tabla aunque me tenga que tirar aquí tres meses. Lo consiguió al tercer día, después de comprobar que era uno de esos casos especiales en los que a pesar de ser diestro tengo que llevar el pie derecho por delante. Un goofy, como en el snowboard, pero ya no me acordaba. Y hasta que lo descubrimos me llevé porrazos al agua de todos los colores.

El caso es que me lo pasaba como un enano cayendo a plomo en cualquier postura absurda, y ahora que soy capaz de mantener el equilibro todavía hay veces que cojo olas imposibles solo para que me metan un buen revolcón, y salir de nuevo a flote desconcertado entre la espuma, escupiendo agua sin saber en qué dirección está la playa ni en qué día vives. Hoy han sido tres horas surfeando, con los delfines siempre de compañeros, tan cerca que no te lo puedes creer. Parece que quieren que los acaricies. Tres horas surfeando con Kaylie, Nico y Marjo, los otros tres ayudantes que tiene Nick repartidos entre su casa y el camping.


Llevaba mucho tiempo buscando recalar en un lugar con más helpers, y por fin los he encontrado aquí. Una chica americana y dos franceses. Los cuatro formamos una pequeña piña, y cada día estrechamos más los lazos. Es la gran diferencia entre conocer gente en los backpackers y convivir con gente en un mismo lugar durante un par de semanas, trabajar juntos cada día y pasar gran parte del tiempo libre en común. Así se hacen grandes amigos. Con ellos es muy fácil, porque son geniales.

Un día las olas eran demasiado grandes para principiantes, y los jefes se fueron a surfear al final de la bahía, con las más grandes. Nick me dijo que si quería venir en la moto de agua. ¿Qué si quiero? Llevo deseando montar en una moto de agua desde que pisé el mar por primera vez a los cinco años. Para coger las gigantescas olas los surfistas se agarran a la moto de agua y se sueltan una vez metidos en ellas.
Yo iba grabando con la GoPro mientras Nick conducía a toda velocidad en paralelo a la ola y por delante de ella, hasta que la superamos y entonces giró noventa grados de golpe, y yo –que no me lo esperaba- salí volando siete metros hasta aterrizar contra el agua de un porrazo seco. El tío se descojonaba.  
“¿Has conducido alguna vez una de estas?”. “No, nunca”. “Ponte delante”. Y después de las explicaciones la palabra mágica. “Faster!”. Espectacular.

El desinterés que notaba en los e-mails no era tal. Es que Nick es así. Un tío práctico que va al grano, porque no tiene tiempo que perder. Su temporada empieza y acaba durante el verano y en estos tres meses tiene que hacer caja para todo el año, porque en invierno aquí solo hay lluvia y frío, ni un solo turista. Gestiona la escuela de surf, un backpackers y varias casas de vacaciones. Es el cappo de Curio Bay, el gurú del surf –según la Lonely Planet- y no se anda con chorradas. Te dice lo que tienes que hacer una sola vez, y espera que lo hagas. Según le iba conociendo más le iba apreciando, por su forma de hacer las cosas, deprisa pero sin estrés y, sobre todo, sin estresar.

El primer día me dio el material que tenía para el video. Lo estuve visionando y había buenas imágenes, pero insuficientes. Él tiene una cámara Canon 7D con teleobjetivo, y entre todos juntamos tres cámaras GoPro, esa maravilla de minicámara de alta definición ideal para deportes de riesgo y escenas acuáticas. Las lecciones de surf en la playa, las olas, los delfines, los pingüinos. Una mina. Le conté la idea que tenía del video, y sus palabras textuales fueron: “Tú eres el jefe. En lugar de una semana quédate dos y haces lo que tengas que hacer”.

Y así lo hice. Puse a Nico con una GoPro en el agua y yo me encargué de la 7D desde la playa. Otro día nos fuimos Nick y yo a hacer paddle-board con la GoPro, esa modalidad que se ha puesto tan de moda de remar de pie encima de una tabla de surf. Era muy temprano, estábamos solos en el agua con marea baja, y nos rodeaban los delfines. Diez, doce, quince. Se cruzaban entre las tablas, pasaban por debajo, se sumergían y volvían a salir a dos metros de nosotros. Tomamos imágenes increíbles. Yo me relamía porque ya estaba visualizando el pedazo de video que le iba a hacer, solo tenía que materializar lo que estaba en mi cabeza.
Me dejaron trabajar como y cuando me diese la gana. Por la mañana surfeábamos y después me iba a mi casita a currar, a mi ritmo, disfrutando de lo lindo. Nunca se me ha olvidado cuánto me gusta mi profesión, pero hacía tiempo que no la gozaba de esta manera. Me había saturado de clientes, de presupuestos, de inútiles que no tienen ni idea de lo que hacen ni lo que dicen pero que juegan a ser Peter Jackson por un día. De soplapollas y de cutres. De España. Esa nefasta España carente de profesionales y plagada de jefecitos. De ineptos. He llegado aquí, me han dicho tú eres el que sabe de esto, tú mandas, y me han dado carta blanca. Ni un solo día me han preguntado cuánto falta para terminar. Ni una sola vez han metido baza.

Cuando se lo enseñé, el tío se subía por las paredes. Yo ya lo sabía porque a mí mismo me parecía brutal después de verlo seiscientas veces. Ni un solo comentario de jefecito. Ni una aportación de esas a las que estoy tan acostumbrado en las que el listo de turno tiene que poner su sello sea como sea, su “desaportación”, para luego poder decir que la guinda del video es gracias a su genial idea. Más logos, más logos, más logos.
Nick me pidió corregir dos fallos, uno por mi ignorancia en el inglés y otro por mi ignorancia sobre surf.

No ha habido dinero de por medio y eso, de alguna manera, se nota. Yo me sentía totalmente recompensado por mi trabajo, con las clases de surf por la cara, el excelente alojamiento y las cenas. La playa, los delfines, la libertad, la tranquilidad y, sobre todo, la confianza en mi trabajo. Él cumplió su parte del trato con creces y yo me volqué en la mía. Estaba tan motivado que había días que ya me había acostado y la cabeza no dejaba de girar con ideas para el video, y si se me ocurría algo tenía que levantarme y probarlo, y entonces me daban las tres de la madrugada frente al ordenador. Como en los buenos viejos tiempos. Un día le dije: “Está acabado, creo que es bueno”. “Estoy seguro”, me contestó.


Suerte que nunca le hago caso a las primeras impresiones. Suerte que insistí en venir aquí, aparcar la carretilla e intentar realizar mi primer trabajo audiovisual en Nueva Zelanda, con todos los obstáculos que tenía de por medio. Sin ordenador, sin software, sin internet. Suerte que el dinero no lo compra todo. Suerte que la felicidad sigue estando a la vuelta de la esquina. Solo hace falta un poco de suerte. Y un mucho de tesón.